El fracaso de publicar un libro

Las obras de arte nunca se terminan, solo se abandonan. Dicen que el artífice de esta frase fue Leonardo DaVinci  y luego muchos otros la han aplicado a las novelas; que son, por supuesto, obras de arte del mismo modo que un cuadro, una escultura, una película o una canción.

Es verdad que toda novela es imperfecta, porque el mundo está construido a base de imperfecciones y también porque la perfección es un ideal, algo a lo que aspirar y sin duda algo que nunca se podrá obtener. Esto es así porque la perfección es subjetiva. Hay cosas que a mí pueden parecerme hermosas y a ti no, redondas y a ti no, sublimes y a ti no. Cada uno asiste a una manifestación artística con un bagaje detrás, con una lista de lecturas y experiencias que acarreamos con nosotros allá donde vamos y que altera la percepción de todo lo que leemos. Cuando no discutimos sobre política o sobre identidades, discutimos por todo esto día tras día en las redes sociales, nos enfrentamos por la opinión de la última película y de la última serie. Nos echamos los trastos a la cabeza mutuamente y no deberíamos. Hay ciertos parámetros de juicio, pero ninguno es absoluto.

Pero hay un espacio, sí, donde las novelas nunca escritas y los cuadros que todavía no han sido pintados son perfectos. Es nuestro mundo de las ideas privado, allí donde se van forjando a fuego lento las historias. Ese lugar sin coordenadas físicas donde cada novela es perfecta, aunque solo sea en potencia, de la única forma en la que pueden serlo las cosas que no existen.

Si aquel que se llama a si mismo escritor no es más que un «soñador», ahí será donde se queden sus historias: atrapadas para siempre, perennemente hermosas, pero invisibles e intangibles para todos los demás. El escritor es parte artista y parte artesano; dos palabras que, no por casualidad, comparten la misma raíz latina (ars, artis). No existe artista que no sueñe, pues esta facultad es imprescindible para el arte, pero tras el soñador ha de venir el artesano, que es quien se ensucia las manos y trabaja para dar forma al sueño.

Aquí, en una serie de iteraciones sucesivas, es donde se materializa la historia. Hay tantos tipos de artesanos como de escritores y cada uno cuenta con sus propias técnicas. Por utilizar el símil de la escultura, podría decirse que los hay que pulen más y los que pulen menos. Los hay que empiezan la escultura definiendo los volúmenes y las formas y los que simplemente se dedican a retirar del bloque de piedra «todo lo que no sea escultura». Los hay que usan taladro y los hay que utilizan docenas de cinceles distintos.

Todos ellos, sin excepción, tratan de acercarse  a la idea que tienen en su cabeza, y aquí entra en juego el grado de perfeccionismo y las capacidades de cada cual, su intuición y lo que ha aprendido observando a sus maestros.

Por eso, por encima del artista, el artesano es tan importante. Mientras el artista que hay en todos nosotros se atormenta y se abandona al drama como la criatura emocional y un poco patética que es, el artesano sigue trabajando ajeno a todo. Sigue escribiendo sus palabras diarias religiosamente, sigue revisando y mejorando su técnica. Decía Brandon Sanderson que él se consideraba un escritor con alma de contable. Y no le va tan mal.

Sin el artesano, el soñador no es más que un loco triste con ínfulas de grandeza.

Pero cuando el artesano acaba su trabajo, el soñador sufre.

No hay forma de ganar esa competición porque es injusta, imposible. Por eso el soñador debe hacer las paces con la obra finalizada.

Cada novela terminada representa al mismo tiempo un éxito y un fracaso. Un éxito por haber llegado hasta aquí. Un fracaso porque las novelas nunca se terminan, solo se abandonan. Son criaturas imperfectas y producen una mezcla de orgullo y de vergüenza.

Quizá por eso dicen que un escritor escribe la misma novela una y otra vez, como si solo tuviera una gran historia dentro y albergara la esperanza de hacerlo mejor en cada nueva iteración. Es la idea de esa novela perfecta la que nos impulsa hacia adelante.

La perfección, vaya, es una utopía. Galeano decía que la utopía es inalcanzable, pues se desplaza tantos pasos más allá como pasos damos en su dirección. Por eso, Galeano concluyó que la utopía solo sirve para caminar.

Esa novela perfecta, esa entelequia maravillosa, es la que nos lleva a escribir la siguiente, a continuar mejorando, a mantener el compromiso. Pero hay que comprender que la novela perfecta es solo eso, una ficción imposible, un ideal utópico, la estrella polar bajo cuyo auspicio encontramos el rumbo, pero la que no podemos aspirar a alcanzar jamás.

Y en definitiva, lo que nunca debemos olvidar es que las cosas imperfectas también pueden ser muy hermosas, incluso más hermosas. Porque, lo mejor de todo, es que son reales.

7 comentarios

  1. Hola, Víctor!

    Estupenda entrada la de hoy, enhorabuena. Como te escribía arrebatadamente en Twitter, yo he vivido con novelas perfectas y maravillosas dentro y con la creencia de que si algún día las sacaba tal y como las vivía dentro de mí, el resultado iba a ser una obra maestra.

    Me río ahora de esa adolescente (y no tan adolescente) un poco pagada de sí misma. Huelga decir que durante esos años de obnubilamiento no escribí apenas nada, y lo que escribí siempre era menos serio, algo con lo que me permitía jugar porque no tenía que cumplir esas expectativas que me había formado. Cuando por alguna treta de la voluntad conseguía ponerme con la novela perfecta, empezaba los primeros capítulos y lo dejaba al poco tiempo porque algo no encajaba. Incluso llegué a intentar escribir hiperficción, y aquello era una cosa incomprensible, casi tan incomprensible como la maraña que tenía ya hecha en la cabeza.

    Pero qué bonito es pensar que no tenemos que renunciar tampoco a esa fascinación por nuestras propias ideas perfectas: pueden y deben ser el motor para seguir escribiendo, la siguiente historia o la siguiente revisión de esa historia. Y mira que hay novelas fantásticas ahí fuera denostadas por sus autores, como la mítica repulsión que Bovary le causaba a Flaubert.

    Te deseo a ti y a tus lectores que sigáis escribiendo igual que el alfarero modela su vasija, llenándose de arcilla y dejándolo todo perdido: estupenda imagen que has encontrado para el proceso.

    Un abrazo,

    Marta

    1. Buenas, Marta. Supongo que a medida que vas terminando historias y contrastándolas con la idea que tenías de ellas te vas percatando de cómo las expectativas nunca casan del todo con la realidad. Creo que se acaba llegando a un equilibrio y es en ese compromiso en el que me temo que debemos movernos, tratando de mejorar poco a poco sin llegar a caer en la desesperación o en la autocomplacencia.

      Muchas gracias por tu comentario y suerte también con tus proyectos. ¡Un abrazo!

      PD: Por cierto, he estado curioseando tu web y he visto en tu CV que tienes los cursos de Copyediting de la SfEP. Justo ahora estoy haciendo el segundo. Qué casualidad 🙂

  2. Hola otra vez, Víctor.

    Gracias a ti por tu articulazo.

    ¡Qué casualidades tiene la vida! Pues sí, fue un curso que me gustó muchísimo, de hecho hice dos más con ellos y las tutorías 1 on 1. Era mucho curro pero se notaba que también lo era para los tutores, que se involucraban totalmente con cada trabajo que les enviaba y con mis preguntas rebuscadillas. Espero que tú también disfrutes el curso, y si quieres que te pase las respuestas me escribes un privadito ?.

  3. Dicen que no hay momento más triste que poner el punto final, porque allí es donde la soledad ataca con más ahínco disfrazada de recuerdos.

    A estas experiencias me gusta compararlas con lo que se siente con tocar la última nota en un recital y esperar el aplauso, el cual aparece, y luego nada, a seguir trabajando. Las horas de estudio, los desvelos y riñas con los bandmates. Queda apagar el amplificador, unas palmadas y a seguir creando arte.

    Genial entrada, Víctor. En espera de la siguiente. Un abrazo.

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