Charles Dickens junto a sus personajes, ilustración de W. H. Beard.
La caracterización de cualquier personaje literario está compuesta de tres elementos. La descripción (alto, flaco, ojos negros, sombrero de raya diplomática), las acciones (chasqueó los dedos y le guiñó un ojo a la corista), y el diálogo (y acto seguido exclamó “¿A qué viene esa mirada tan triste, encanto?”). Es generalmente aceptado que son estos dos últimos elementos los que realmente deben usarse para la caracterización de un personaje, pues viene implícitamente expresado por una de las máximas de los escritores: ¡No lo cuentes, enséñalo!
Sobre las acciones y el diálogo se podría hablar mucho, pero hoy quiero concentrarme en el patito feo, la descripción, ya sea ésta prosopografía (referida a rasgos físicos) o etopeya (referida al carácter). Y ahora que he podido soltar esas dos palabrotas y he demostrado a todo el mundo que soy muy listo y conozco mi oficio, vamos a lo interesante.
En mi opinión, la descripción de un personaje ha de ser mínima pero significativa. Debe decirse mucho con muy poco y hay que centrar al lector en lo relevante o en lo insólito. Dos o tres pinceladas han de ser suficientes para ese primer encuentro entre el personaje y el lector. Esta descripción es importante para los personajes principales de una novela o relato y casi más importante para los personajes secundarios, y en concreto aquellos que aparecen de repente (sirviendo una copa, aparcando un coche) y vuelven a desvanecerse con la misma celeridad.
Algo que nunca hay que perder de vista es que un personaje no es una persona, sino la ilusión de una persona, del mismo modo en el que los árboles que forman parte del decorado de una función teatral no son un bosque, sino la ilusión de un bosque. Incluso en las historias basadas en personajes, y no en trama, un personaje no deja de ser un “constructo” creado para resolver uno o varios problemas en una obra literaria.
Con esto no quiero decir que la descripción tenga que ser acartonada, y que el personaje carezca de vida. Pero la descripción de un personaje no debería ser una lista interminable de rasgos físicos o de cualidades mentales, sino dos o tres atributos que brillen y que lo doten de identidad. Orson Scott Card nos lo advierte: Descripción física no es lo mismo que caracterización.
Por ejemplo, Ray Bradbury quería que sus personajes vivieran siempre al límite, y que lo hicieran todo de forma apasionada. Aunque pueda parecer un poco exagerado, yo creo que tiene mucho sentido. Las personas de verdad no son así, pero se necesita una cierta exageración para crear a un personaje. La caracterización literaria magnifica sus rasgos para potenciar una imagen específica en el lector, que rellena inconscientemente los espacios entre las palabras, generando el personaje completo.
Observa la descripción que hace Charles Dickens de James Carker en “Dombey e hijo”:
“El señor Carker era un caballero de unos treinta y ocho a cuarenta años, de apariencia saludable y con dos filas de dientes impecables y brillantes, cuyo aspecto homogéneo y blancura resultaban bastante inquietantes. Era imposible dejar de mirarlos, ya que los enseñaba siempre al hablar; y sonreía tan ampliamente (una sonrisa sin embargo muy extraña, que se extendía más allá de su boca), que había algo en ella que recordaba al bufido de un gato. Llevaba un pañuelo blanco y rígido en el cuello (…), y siempre vestía ropas muy apretadas, abotonadas hasta arriba.”
“Dombey e hijo”, C. Dickens, Traducción propia.
Dickens ha sido muy alabado precisamente por el modo en el que caracteriza a sus personajes. Aquí se puede observar cómo centra la atención del lector sobre un único rasgo. La sonrisa de Carker es tan brillante que, de hecho, anula prácticamente cualquier otro dato descriptivo que el autor haya ofrecido con anterioridad. Quita la sonrisa y del señor Carker no quedará nada en la cabeza del lector. Un hombre de unos cuarenta años con un pañuelo blanco. Una imagen que llega rápido y que se va con la misma rapidez.
De nuevo, descripción física no es caracterización, pero si se hace bien, un rasgo físico es capaz de evocar aspectos del pasado, del entorno y de la personalidad. La ropa puede denotar la clase social, la capacidad económica o el grupo étnico. No es lo mismo decir que “Juan trabajaba en la obra” que decir que “Juan tenía los pantalones llenos de manchas blancas de yeso”. Un gesto puede dar a entender una enfermedad (“sus manos no dejaban de temblar”), una actividad (“sus dedos estaban llenos de pequeños cortes”) o un comportamiento (“tenía las uñas en carne viva”). De nuevo hay que aplicarse la máxima de ¡No lo cuentes, enséñalo!
Al final, en cualquier caso, es cada historia la que acaba definiendo el tratamiento que se hace de los personajes. Y es cierto que hay que pulir con mimo las descripciones para que no sobre nada, pero el que mejor conoce el ritmo de un relato es el propio escritor.
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
Me han sido muy útiles tus consejos. Gracias, espero recibir información de tu actividad. Gracias.
uff de muchisisisisisisma ayuda toda informacion que coloca, muchas gracias. Usted es el de la foto en negro?
Gracias por tu comentario, Rafael. Y sí, yo soy el que aparece en la fotografía 🙂