Hay ciertas cosas que me producen una felicidad un poco idiota, y una de ellas son las ilustraciones de Jim Henson. Creo que los niveles de odio constante, el nerviosismo y la tensión de las últimas semanas nos afecta a todos en mayor o menor medida. A veces es necesario buscar formas para disipar la tensión, ya sea dando abrazos a gente aleatoria por la calle, comprando libros que no tendremos tiempo para leer o viendo una sesión doble de comfort TV.
Por pura casualidad, durante este último mes he estado leyendo un libro que recopila buena parte de los diseños y de los garabatos (doodles) de los que el marionetista Jim Henson se sirvió a lo largo de su carrera para crear a sus personajes. Todas las mañanas, antes de empezar la primera jornada laboral (es decir, mis tres o cuatro horas de escritura antes de marcharme a mi segundo trabajo) hojeaba un par de páginas nuevas y de pronto me sentía mejor.
Lo que experimento, como decía, es una felicidad idiota que no sabría describir muy bien, pero que me obliga a sonreír aun cuando no tengo ganas; aun cuando no existen motivos para sonreír, más allá del hecho de estar vivo, de respirar, de existir (otro placer que, reconozco, de por sí es un poco idiota).
Jim Henson dibujaba del modo en el que a mí me gustaría escribir: utilizaba cuatro trazos llenos de personalidad con los que lograba capturar la esencia de cada uno de sus personajes. Había algo dentro de él que fluía de su cabeza al papel con una claridad prístina, sin artificios.
Hay que ser un verdadero artista para poder producir algo así, tan íntegro y tan puro, y a la vez tan genuino. Yo, como Henson —y probablemente como tú—, también quiero producir literatura sin artificios, historias que no engañen al lector.
Esta es una capacidad que no tienen todos los artistas, pero que tampoco es exclusiva de Jim Henson: Quentin Blake, Shel Silverstein, Maurice Sendak, Amelie Glienke o John Bauer poseen las mismas cualidades. Incluso Tim Burton. Su trazo trémulo hace más por definir el carácter de sus personajes y escenarios que todas las técnicas avanzadas de dibujo del mundo.
A este tipo de dibujantes se les conoce sobre todo por su labor como ilustradores para niños o «artistas conceptuales», dada su capacidad para producir un alto número de diseños en un corto de espacio de tiempo. No son necesariamente aquellos que mejor dominan las sombras, las texturas o la perspectiva. Son, sin embargo, los que tienen una visión más íntegra.
Otra de ellas es Heidi Smith, ilustradora de Laika, la compañía de animación en stop motion que ha producido películas como ParaNorman, The Boxtrolls y, más recientemente, Kubo. Si bien en cualquier proyecto de Laika colabora un gran número de dibujantes con diferentes perfiles, podría decirse que fue Heidi Smith la encargada de diseñar en buena medida el físico de todos los personajes de la historia.
Del libro The Art of ParaNorman:
«Después de que todos esos veteranos curtidos hubieran probado suerte, al final fue una joven ilustradora desconocida, con apenas un crédito de película a su nombre, quien acabó capturando la esencia ecléctica de los personajes que pueblan el mundo de ParaNorman.
La elección de una ilustradora con poca experiencia para encargarse del proceso crucial del diseño de personajes no carecía de riesgo. Pero cuando Butler vio el trabajo de Heidi, hubo una conexión inmediata […]. En sus líneas percibió una especie de energía —lo que acabó por definir como “una cualidad nerviosa”— que parecía otorgarles una vida interior.»
Esto, aplicado a las descripciones, es algo que a Charles Dickens se le daba muy bien; el maestro definía el conjunto maravillosamente con dos o tres pinceladas. Una técnica que yo intenté resumir en uno de los primeros artículos del blog y que en buena medida todavía defiendo, aunque ahora la perciba como un poco más ramplona, porque cuando profundizas en algo, en muchas ocasiones te das cuenta de que se vuelve más complicado. La sonrisa del señor Carker casi devoraba cualquier otra apreciación sobre el personaje y fijaba una imagen mental en el lector que automáticamente asociaba con un carácter completo, pero que, en realidad, solo se esbozaba a través de un número mínimo de palabras.
Esa capacidad de síntesis es la que buscamos como escritores. Queremos que nuestros textos se lean con agilidad, que parezcan sencillos en esencia, pero que escondan una verdad poderosa más allá de las letras. Esta verdad última y casi inaprehensible parece un acto mágico: los trazos, las palabras; todo se ensambla entre sí para formar un conjunto muy superior al de la suma de cada una de las partes.
El problema es que es muy difícil definir qué es lo que tienen estos dibujos que los haga diferentes del resto. Es muy difícil hacer que las cosas difíciles parezcan fáciles. Son los grandes escritores los que llevan a muchos lectores a pensar, erróneamente, que escribir es muy sencillo. Solo lo parece porque todo fluye, porque da la impresión de que los personajes ya estaban ahí antes de que el escritor llegara. Es porque parece que esa historia siempre ha existido en alguna parte, esperando a que el escritor la descubriera. Ya no se aprecian los trazos o los golpes de cincel.
Los buenos libros son esa sensación que te dejan cuando acaban. El arte es el poso que deja el arte cuando te apartas de él. Es aquello que se queda contigo: la angustia, la pregunta que queda sin respuesta, la nueva perspectiva sobre tu vida o sobre el mundo. Es ese otro punto de vista, es esa sensación de plenitud, o de dolor, o de aventura.
Es esa sonrisa idiota en mi rostro cuando veo los garabatos de Jim Henson por las mañanas.
Portada, primera y última ilustración copyright Jim Henson, segunda ilustración copyright Tim Burton, (Walt Disney Pictures), tercera ilustración, Heidi Smith (Laika LLC).
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
Hola, Víctor.
Entiendo perfectamente a qué te refieres cuando hablas de la búsqueda por sintetizar, encontrar esa palabra que convertirá en innecesarias las tres que habías necesitado para expresarte. Para mí, corregir texto es lo mismo que “quitar” texto. Se ha convertido en una parte inexcusable del proceso de escribir. De tanto en tanto aparecen algunas líneas que se quedan como están (“no toques nada”, me dice Mr. Hyde), y las pocas veces que eso ocurre, salgo de la habitación para celebrarlo con un brandy ;).
Creo que no podías haber encontrado mejor ejemplo que la ilustración para ejemplificar esa búsqueda por, en pocos trazos, transmitir con tanta intensidad una idea o concepto (aunque confieso que creo que con la escritura es algo más difícil de conseguir).
Vincent Van Gogh. Había visto alguno de sus cuadros y, ese pedante escurridizo que a veces se me escapa por la lengua, dijo algo así como: “Este hombre… ¿sabía si quiera cómo coger un pincel?”. Entonces vi un cuadro que se llama “Cielo Estrellado”. Contemplaba una obra que llevaba por título no el pueblo o el ciprés al frente, sino el cielo de fondo. Un cielo nocturno no concebido como un retrato, si no como la emoción que ese mismo cielo estrellado transmitió al autor. Algo dentro de la cabeza del asno hizo “clic”. El cuadro cambió mi perspectiva, ya hace tanto, sobre el post impresionismo y el arte en general. Sigue mareándome no ver una sola línea recta en sus dibujos (pero eso, supongo, es problema mío, de mi cabeza cuadrada), pero reconozco que aprendí.
Al igual que los autores que tú señalas, puede, en efecto, que Van Gogh no fuera capaz de pintar con la técnica de Rafael, pero uno ha de preguntarse quién transmite más.
Y sí, yo también sonrío como un tonto. Y espero ser capaz de ello durante muchos años.
Como siempre, interesante artículo. ¡No pares!
Un saludo.
Buenas, Jordi. Perdona por la tardanza de mi respuesta (estaba de viaje). Coincido contigo en que Van Gogh es un gran ejemplo para probar este mismo punto. Al final, hay artistas que saben lo que quieren transmitir y consiguen hacerlo de la forma más expeditiva posible. En la pintura es posible captar un momento con calidad fotográfica, pero eso no necesariamente conduce a transmitir el 100% de la emoción y la intencionalidad del pintor. Es precisamente cuando se reduce la información, cuando se separa del ruido, cuando mejor podemos capturar y transmitir lo que teníamos en la cabeza. En la literatura, además, no queda más remedio, pues no es un arte “visual” y no se puede describir todo.
¡Muchas gracias por tu comentario!