Cuando recibo las galeradas de una novela me entran ganas de cambiarlo todo.
Eliminar adjetivos, quitar adverbios, cambiar el orden de los párrafos, de las frases, de las palabras dentro de las frases.
Si me dejaran, lo haría.
Pero también es un impulso que me da vergüenza, porque el texto ha pasado las revisiones de los editores, porque ya está maquetado y —por qué no decirlo— porque también la he liado alguna vez con los cambios de última hora, espoleado por la falta de sueño, el café y la urgencia de los plazos de entrega.
Revisar galeradas siempre es un proceso extraño, porque puedes cambiar cosas, pero tienes que controlarte mucho. Es la última frontera con los lectores, el último momento en el que puedes solucionar problemas. Después, se acabó. Tu obra llegará a las librerías, a las estanterías de los lectores y al archivo de la Biblioteca Nacional.
Allí se quedará tu novela para siempre, conservando tus frases menos inspiradas y las erratas que se te pasaron por alto hasta que caiga el meteorito.
Me encantaría ser como Ray Bradbury, que pudo modificar sus relatos de forma obsesiva. Ojalá yo pudiera andar toqueteando mis obras todo el rato, haciendo pequeñas correcciones cada vez que se publican. Pero claro, no soy Bradbury y no tengo la suerte de que mis novelas se reimpriman docenas de veces, permitiéndome hacer las modificaciones que a mi juicio necesitan. A veces hay excepciones, como Frascos, que fue republicado el año pasado por Windumanoth, pero fue un caso poco habitual.
¿Por qué esa necesidad de volver atrás? Por inseguridad, por perfeccionismo y por una falsa sensación de «progreso» en ese arte de coser palabras con el que se pretende producir una novela que aguante muchos años sin perder botones por el camino o pasar de moda. Lo primero es un problema personal, de autoestima, y no hay mucho que decir sobre ello. El que se expone, recibe elogios y críticas; el que no se expone, no recibe nada de nada. A cada cual le corresponde decidir si esto le conviene o no.
Lo segundo —el perfeccionismo— es interesante. Como Bradbury, George Lucas también se dedicó a corregir sus obras. En ambos casos los cambios son meramente estéticos y es cuestionable si suponen una mejora o no con respecto al material original. Hay errores que pueden subsanarse, pero también pueden introducirse errores nuevos, la obra puede perder encanto y otro millón de cosas más. Puedes pasarte podando y matar el árbol, o puedes plantar tantas cosas a su alrededor que ya ni siquiera puedas verlo.
Por último, está la falsa sensación de progreso, que es la que lleva a un autor a pensar que ahora es mejor escritor que diez años atrás. Es mentira, porque si un autor mejorara de forma constante… ¿no sería su última novela muchísimo mejor que la primera?
Sin embargo, eso no ocurre. Muchas veces sucede al revés. Hay docenas de autores que desarrollan sus carreras a la sombra de sus primeras obras, que nunca llegan a ser superadas. Para ellos, su favorita siempre será la última: esa es la mejor. Sin embargo, los lectores y los críticos opinan de otra manera.
Son como esos grupos de música condenados a tocar la canción del primer disco que les encumbró. Que quizá sea «facilona», pero que tenía algo. Una energía que nunca lograron recuperar del todo.
¡Y claro que se puede mejorar en la escritura, faltaría más! Pero no hay un recorrido lineal hacia la maestría. Recuerdo una entrevista a Kazuo Ishiguro donde admitía que le preocupaba que los escritores cada vez publicaran sus primeras novelas más tarde. Él consideraba que los autores creaban sus mejores obras antes de los cuarenta. Parece una reflexión un poco aleatoria, pero a mis treinta y ocho años la frase escuece un poco.
Sea como sea, un escritor no es un atleta. Sus únicas marcas son las palabras escritas al día y el número de lectores alcanzados; y ambas son muy pobres para medir sus capacidades. Las palabras pueden ser buenas o malas o regulares, y las ventas dependen de mil factores, muchos de los cuales no tienen nada que ver contigo.
Me gustaría ser mejor escritor. Me gustaría escribir mejores libros. Pero hago todo lo que puedo y llega un punto en el que hay que admitir tus propias limitaciones.
Salvo por alguna errata y dos tonterías, el libro que ya has publicado es el mejor libro que pudiste escribir dadas tus habilidades y circunstancias. Ahí llegaste, ese fue tu límite. Hay que seguir aprendiendo, seguir practicando, intentar hacerlo lo mejor posible y hacer esfuerzos por superarte. Pero al final lo que has creado es lo que hay y lo que queda.
Recibir las galeradas de una novela es el último momento en el que confrontas ese libro perfecto que tenías en tu cabeza, la obra ideal, con la pobre versión que has conseguido producir en este mundo físico y lleno de imperfecciones. Pero no existe la novela perfecta; solo existió en tus fantasías.
Hay que aprender a soltar lastre. Dejar marchar a las cosas que alguna vez significaron algo para ti: a ciertas personas, a ciertos proyectos que nunca llevaste a buen puerto, a ciertas aficiones, a ciertas versiones de ti mismo que ya nunca existirán, al menos en este universo.
Y hay que dejar marchar tus obras. Con sus virtudes y sus defectos. Aceptar que no vas a escribir la novela perfecta, que no la escribiste hace diez años y que no vas a conseguir escribirla dentro de diez años tampoco.
Pero no por ello dejar de intentarlo.
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
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