Si vosotros hubierais inventado Facebook, habríais inventado Facebook

Hace ya muchos años entré en una tienda de cómics y me planté delante de un expositor con libros de autores españoles de género.

En ese momento yo era uno de esos «escritores» que no escribía. Es decir: consideraba que era algo que quería hacer (pero que no hacía), si bien es verdad que en el pasado había escrito algunas cosas que habían gustado a algunas personas: había ganado un par de concursos y había logrado terminar una novela lovecraftiana y mala de necesidad. Eso había sido en el instituto, y ahora estaba en mitad de la carrera y leía poco —casi nada de ficción, solo los mamotretos de los manuales y algo de bibliografía secundaria— y escribía todavía menos. Eh, pero era cuestión de tiempo, me decía.

En fin. Con toda la suficiencia del mundo, cogí uno de esos libros, leí la contraportada y lo volví a dejar en el expositor. Va, pensé, esto lo puedo hacer yo con los ojos cerrados.

Creo que muchos hemos tenido un momento de esos, de pararnos delante de una estantería, coger una novela con un argumento demencial o escritas a matacaballo, sonreír con desdén y pensar: yo puedo hacer esto y mil veces mejor.

¿Habéis visto La red social, la película de David Fincher sobre el origen de Facebook? Hay una escena en la que Mark Zuckerberg se dirige a los hermanos Winkelvoss en mitad de un litigio. Los Winkelvoss tuvieron la idea de crear una red social y contrataron a Zuckerberg para desarrollarla.

Mark les dice: «Si vosotros hubierais inventado Facebook, habríais inventado Facebook».

Supongo que hay dos lecciones obvias aquí. La primera es que las ideas no valen (casi) nada. Circula por ahí la típica anécdota del familiar o del amigo que se te acerca y, sabiendo que eres escritor, te dice que tiene una idea genial para una novela. Que él te la cuenta, que tú la escribes y que os repartís los beneficios a medias.

De ser cierto, ese familiar o amigo no sabe cómo funciona la industria editorial (¿beneficios? ¿Qué beneficios?), pero encima tampoco tiene ni idea de cómo funciona el trabajo creativo. Tú y yo sabemos que sugerir siquiera que la idea inicial tenga una importancia capital en el producto final es ridícula. Lo que importa es el trabajo duro que hay detrás, la labor del artesano que le da forma día tras día y que luego pule el resultado una y cien veces si es necesario, y encima más adelante busca un cliente —o miles de clientes si es autoeditado— interesados en su producto. De hecho, las ideas son tan poca cosa que ni siquiera pueden registrarse; lo único que puede registrarse es su desarrollo, su ejecución. Sugerir repartir los beneficios al cincuenta por ciento en un caso así es insultante.

Las ideas pueden ser buenas, malas o regulares. Lo que importa es que la idea te interese a ti; lo suficiente al menos como para sudar tinta, sangre y todo lo que haga falta para llevarla a buen término, para mantener ese nivel de intensidad en el trabajo y ese compromiso a lo largo del extenuante proceso de escritura y sucesivas reescrituras y revisiones. Que tú, y no tu familiar o tu amigo, le veas potencial porque para ti esa idea sea importante. Lo que es una buena idea para uno, no tiene por qué serlo para otro. No acabo de tragarme mucho todo eso del elevator pitch en la literatura. Es verdad que una buena idea puede servir para vender un libro, pero también es cierto que un buen libro puede partir de cualquier idea. También de una mala.

La segunda lección que podemos aprender es que a veces creemos que las cosas son más fáciles de lo que en realidad son y subestimamos nuestras habilidades o el esfuerzo que conlleva alcanzar determinados objetivos en la vida. Porque, volviendo al ejemplo que comentaba al principio, creemos que podemos hacerlo todo pero a la hora de la verdad hacemos muy poco.

A menudo creemos que con el primer libro es suficiente. Lo escribimos (en dos semanas o en diez años, eso no importa), lo revisamos si acaso un par de veces y luego lo enviamos a unas cuantas editoriales con una carta de presentación. Y cuando pasan unos meses y nos lo rechazan o, como suele ocurrir, nos ignoran por completo, empezamos a plantearnos cosas en las que no queremos pensar.

Porque, espera, ¿no se suponía que yo podía hacer esto, y mil veces mejor? ¿Cómo es que la editorial me está rechazando? ¿Están locos o qué?

Entonces llegan las excusas. Es que las editoriales no se preocupan por los nuevos talentos, es que los concursos están amañados, es que solo se publican novelas de mierda, es que tiene que haber compadreo con el editor, es que la farándula, es que el mundillo, es que… Cualquier cosa con tal de no admitir nuestra responsabilidad, con tal de no hacer autocrítica.

Algo que pocas películas y libros infantiles enseñan es precisamente a lidiar con el fracaso. Al final parece que para conseguir algo, lo que hay que hacer es desearlo muy fuerte, y no es verdad. Isaac Belmar compartía hace poco una carta de un escritor que se había pasado la vida intentando producir algo decente y no solo no lo había conseguido, sino que sabía que tampoco lo iba a conseguir. Justo esta semana pasada, Cris Mandarica también ha escrito un gran artículo, y que viene mucho al caso, donde dice que ella no quiere ser Ana González Duque. Admitir que no estás dispuesta a asumir el riesgo y el colosal esfuerzo que gente como Ana o Gabriella Campbell llevan a cabo todos los días de forma constante para poder subsistir exclusivamente de la literatura, me parece un ejemplo de honestidad absoluta y extremadamente rara en los tiempos que corren.

Quizá no somos tan buenos como nos creemos. Quizá no nos merecemos que nos publiquen. Quizá no hemos hecho el esfuerzo que han hecho estas personas para llegar donde están. Es suerte, sí, pero la suerte se fuerza con trabajo duro y con tesón.

Para estar en el lugar indicado y en el momento justo hay que haber estado previamente en un montón de lugares durante un montón de tiempo.

Es decir, si hubieras inventado Facebook, habrías inventado Facebook. Si fueras tan bueno —o tan tenaz, me da lo mismo— para colocar tu libro en ese expositor, lo habrías hecho o lo estarías haciendo ahora mismo. Quizá ese libro no era tan fácil de escribir o de colocar a un editor después de todo. Quizá el autor tenía contactos, puede ser, pero se molestó en buscarlos, en cultivarlos a lo largo del tiempo, cosa que tal vez tú no hayas hecho.

Muchas veces nos gusta creer que somos mejores de lo que en realidad somos o, por lo menos, de lo que en realidad demostramos. Pero, a la hora de la verdad, no basta con hablar, no basta con pensar, no basta con creer. Hay que mancharse las manos y hacer el trabajo duro, porque las cosas que merecen la pena nunca son fáciles.

Si quieres inventar Facebook, deja de hablar de ello y empieza a inventarlo ya.

7 comentarios

    1. ¡Muchas gracias, Rod! Son precisamente comentarios como el tuyo los que nos motivan para seguir trabajando. ¡Un abrazo, compañero!

  1. Hola, Víctor.
    Éste artículo es un puñetazo en la cara. Y es que, a veces, la verdad duele. Interesante artículo, como ya nos tienes (mal)acostumbrados. Un saludo 🙂

  2. El problema es cuando te manchas las manos y el resultado no llega, pero la vida también es así, y hay que aceptarlo. En cualquier caso, coincido contigo en que con esfuerzo puede que no consigas nada, pero sin esfuerzo no conseguirás nada, 100% seguro.

    Por cierto, muchas gracias por la mención. Has dicho que soy “un ejemplo de honestidad absoluta y extremadamente rara en los tiempos que corren.” y me has sacado los colores.

    Biquiños!

    1. Gracias, Cris. Es que a veces no es fácil dar un paso adelante y admitir este tipo de cosas. Al final hay que estar satisfecho con la parte del trabajo que podemos controlar. Todo lo demás llegará o no llegará, pero no depende de nosotros. ¡Un abrazo!

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