Cuando estoy frustrado porque una sesión de escritura no ha salido como esperaba, pienso en la fábula de la liebre y la tortuga.
Ser la tortuga del cuento está muy bien, pero cuesta aceptarlo.
Se supone que las tortugas ganan las carreras al final, pero también son lentas y requiere mucha fuerza de voluntad seguir avanzando cuando la meta está lejos y cada paso se nos antoja penoso y ridículo.
Además, sospecho que en este mundo hay un montón de liebres que no se echan a dormir. Siguen dando brincos por ahí, incombustibles.
Malditas liebres.
¿A qué viene esto? A los planes, esos que nunca se cumplen. Hace seis años hablé un poco de los planes a largo plazo y de esa lista infinita de novelas que uno quiere materializar en el mundo antes de que la muerte nos saque a bailar; de la agradable sensación de creer que sabes lo que harás dentro de diez años cuando en realidad no tienes ni idea. No puedes saberlo, y está bien que sea así.
En ese mismo artículo comentaba que sería incapaz de escribir la misma historia dos veces, y aquí estoy: escribiendo la misma historia dos veces.
Pero hoy no quiero hablar de esos planes a largo plazo tan heroicos como ridículos; planes que parecen la lista de la compra de Aquiles o Teseo.
Hoy toca hablar de planificaciones menos ambiciosas, de las mentiras que te cuentas sobre la novela que vas a escribir a continuación o sobre la que estás escribiendo ahora mismo. Es posible que hayas marcado en el calendario los meses que te llevará la escaleta, el primer borrador y las revisiones. Si estás tan mal de la cabeza como yo, habrás llegado a un nivel de concreción adorable y sabrás incluso las horas a las que vas a trabajar y el número de palabras que vas a escribir en cada sesión.
Sin embargo, las semanas van pasando y nunca alcanzas los objetivos que te habías marcado. Te ves ajustando los plazos a principios de mes y todo sale siempre peor; es más lento, más difícil de lo que esperabas. Ningún plan resiste el contacto con el enemigo.
La experiencia ayuda un poco, pero no mucho. Uno cree que ha aprendido algo escribiendo la novela anterior, cuando lo único que ha aprendido es a escribir la novela anterior. Si las cosas fueran como pensamos que son, la vida sería cada vez más fácil y no más complicada.
Al final pasa lo de siempre, que aparecen imprevistos que en realidad no son tales porque siempre ocurren y son una constante en la vida de cualquiera. El mundo exterior asalta tu pequeño refugio y empieza a zarandearte con la fuerza de un vendaval. Alguien te llama a mitad de una sesión, o tienes que hacer horas extra en el trabajo, o no hay comida en el frigorífico, o hay unas obras en el piso de arriba, o te pones enfermo, o tienes un compromiso ineludible o una emergencia.
Y, cuando no puedes culpar a los demás, siempre están tus propios intentos de sabotaje. No te concentras, las palabras no acuden o son basura, no te sientes inspirado… Pierdes una hora en las redes sociales o contestando un correo, o bien te pones a investigar si los griegos de la Atenas de Pericles comían con cuchillo y tenedor.
En fin, cualquier cosa menos escribir.
¿Quieres añadir un elemento extra de tortura a la ecuación? Prueba a utilizar una de esas aplicaciones que te ayudan a medir el tiempo que inviertes en cada tarea. Lo vas a pasar mal descubriendo todo lo que no haces, las horas que se te van en cosas inútiles y lo mucho que procrastinas.
Es lo mejor de ser tu propio jefe, que puedes putearte todo lo que quieras sabiendo que nadie va a ir a llorarle al sindicato.
Gracias a una de esas aplicaciones —yo uso Toggl— sé exactamente cuántas horas llevo trabajando en un proyecto y cuánto tiempo he perdido.
Es agotador y deprimente porque, al parecer, pierdo mucho, mucho tiempo.
Ni siquiera sabía que tenía tanto tiempo y no sé si saberlo ayuda. Todas las semanas, la aplicación me envía al correo un informe con el total de horas invertidas y le echo un vistazo. Nunca cumplo los objetivos, siempre me quedo bastante lejos.
Pero, ¿sabes qué? No importa. Con el tiempo aparece un artículo, un relato, un libro escrito. Parece mentira, siendo como soy tan profundamente ineficiente, que consiga sacar algo adelante.
Pero al final, ahí está.
Todas las cosas que hacemos como escritores y que cuestan esfuerzo existen hoy porque durante años hemos estado dando pasitos de tortuga hacia la meta. Un poco más cada día.
Aunque no lo parezca, eso es suficiente. Al final se llega, créeme. Hay que olvidarse de la meta y concentrarse en el siguiente paso. Mirar al suelo y no alzar la vista.
Lo único que ayuda con el proceso es la rutina. Las rutinas son buenas; que ningún intrépido aventurero de tres al cuarto intente convencerte de lo contrario. Eliminan la ansiedad que genera pararte a decidir constantemente qué vas a hacer a continuación. Cuando no tienes que pensar puedes concentrarte en hacer las cosas.
De siete a nueve, escribo. Y ya está.
En fin, es el rollo ese de la liebre y la tortuga. Dar pasitos todos los días hacia la meta. Pasitos torpes, inseguros.
Quizá no parezca mucho. Quizá no lo sea.
Pero es suficiente.

Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se ha dedicado a la traducción y a realizar informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y la trilogía de La Sociedad de Lundenwich (todas con Obscura Editorial).
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