Un tal Paul Bowles dice que un día Truman Capote le confió su programa de publicaciones para las próximas dos décadas: «Era tan detallado que por supuesto lo tomé como una fantasía. Parecía imposible que alguien supiese con tanta anticipación lo que iba a escribir. Pues bien, todas las obras que había descrito en 1949 fueron apareciendo, una tras otra, en los años posteriores. Estaban todas en su cabeza esperando a ser incubadas».
Quizá te resulta familiar. Yo, desde luego, me siento identificado. No tanto por la capacidad de Capote de mantenerse fiel a sus planes —nuestros intereses cambian constantemente y con ellos las ideas que queremos desarrollar—, sino con esa mentalidad largoplacista, que tiene algo de necesaria planificación de futuro profesional, pero también mucho de cuento de la lechera. En fin, fantasear es divertido y sospecho que también necesario.
Hay muchas razones por las que tenemos esa lista interminable de ideas para desarrollar. Hay historias para las que no nos sentimos preparados y que no podemos acometer todavía. Algunas veces simplemente es porque no han madurado lo suficiente, y no sabemos si seremos capaces de sostenerlas a lo largo de noventa o de cien mil palabras. Stephen King tuvo la idea de La torre oscura con veintipico años y se dio cuenta de que todavía no era capaz de desarrollarla como se merecía, así que esperó. En contrapartida, Neil Gaiman dice saber que morirá sin haber materializado todas sus ideas y que por eso tiene que elegir sus proyectos con cuidado; que tiene mucho más miedo de eso que de que un día se quede sin ninguna historia que contar.
Yo tengo un par de novelas históricas en la cabeza cuyo trabajo de documentación resultaría tan demencial que no me queda más remedio que admitir que en estos momentos soy incapaz de ponerme a ello. Dado el tiempo que tengo disponible para escribir, no es rentable. Tendría que pasarme seis meses trabajando de forma intensiva antes de escribir siquiera una sola línea del primer borrador.
Para los noveles, estas listas pueden ser también motivo de ansiedad. Bastante difícil resulta ya terminar una sola novela para andar componiendo en la cabeza al mismo tiempo una larga retahíla de historias para el futuro. La siguiente que tenemos a la vista siempre parece mucho más sugerente y mucho más viva que aquella que ya terminamos, y sobre todo que aquella en la que estamos trabajando ahora mismo. Son como objetos brillantes, piedras preciosas, promesas de un futuro que no existe todavía.
Como planificación, lo cierto es que estas listas acaban resultando una herramienta más bien pobre. ¿Seguiremos escribiendo dentro de cinco años? ¿Y de diez? ¿Cuánto tiempo nos dejará la vida y, sobre todo, cuántas energías? Dicen que el trabajo del escritor se describe mucho mejor como una carrera de fondo que como un sprint, y es cierto (llevo tres años metido en esto, y mirad dónde estoy todavía y quién sabe cuánto tiempo seguiré por aquí), pero no se suele hablar tanto del desgaste al que nos somete, de los sinsabores. No interesa.
En suma, nos entretenemos fabulando con nuestras propias carreras, como si fuéramos dueños de nuestro destino, como si no dependiéramos de nadie más, de la familia ni del trabajo y, por supuesto, como si no dependiéramos del tiempo ni del dinero. Necesitamos hacerlo así para no volvernos locos. Queremos pensar que esta carrera de fondo de la que hablan nos lleva a alguna parte, a pesar de que durante la mayor parte del tiempo estamos seguros de que lo único que hacemos es dar una serie interminable de vueltas por un circuito cerrado y que a nadie le importan nuestras marcas, porque la verdad es que en las gradas no hay nadie mirando.
Esto tampoco va de ponerse deprimente. No es porque seamos escritores, es porque la vida nos vuelve así. Hay que apretar los dientes y tirar para adelante. Es necesaria esta ceguera para seguir en la brecha, este entusiasmo.
Antes, cuando terminaba algo y me tocaba decidir con qué iba a ponerme a continuación, solía reservar las mejores ideas para más adelante. «Espera un tiempo para esto» pensaba, «no juegues tus mejores bazas todavía». Creía que tal vez en el futuro podría trabajar con una editorial más grande y llegar a más lectores y que las mejores ideas debían esperar a que estuviera más asentado profesionalmente.
Igual os suena estúpido. A mí también, pero eso es ahora; no entonces.
Es verdad que uno puede romper una historia si no la trata con cuidado. A mí me ha pasado. También hay quien vuelve muchos años después y la rehace de arriba abajo, como le pasó a Javier Negrete con La espada de fuego. Yo creo que sería incapaz de hacer algo así. Si una historia se me rompe entre las manos, por errores de planificación o porque me falla el entusiasmo, la termino por cabezonería, pero entierro los pedazos y ataco la siguiente.
Cuando Stephen King tuvo su famoso accidente y fue arrollado por una camioneta durante uno de sus paseos diarios, lo primero que pensó fue que iba a morir sin haber terminado de escribir La torre oscura. King sobrevivió, como todos sabemos, y terminó su saga.
Pero podría no haber sido así.
Yo me lo imagino tirado en la cuneta, pensando: «Si era algo tan importante para mí como para estar pensando en esto mientras siento los ojos de la muerte clavándose en mis pupilas como dos guadañas, ¿por qué mierdas no empecé a escribir La torre oscura con veinticinco años?»
Y sí, aquí viene el consejo, la moraleja, o como quieras llamarlo: Ten cuidado de no perder tu tiempo, o de invertirlo en historias de los demás que no te apasionan, como si no tuviera ningún valor. Piensa en el futuro y llénate de la cabeza de pájaros, cuanto más bonitos y coloridos mejor. Pero no te olvides del presente, de que la historia en la que ahora estás trabajando es la más importante de todas.
Mucho más que las que ya has escrito, porque para bien y para mal ese trabajo ya está hecho.
Y desde luego, mucho más que las que están por escribir, que son entelequias; que, en definitiva, ni siquiera son.
Así que ánimo y hazla brillar.
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
Como siempre, tan interesantes tus reflexiones.
Preciosa entrada, Víctor.
Me siento muy identificada. Va a ser verdad eso de que el pensamiento es universal y está en el aire. Te haré caso y dejaré de pensar que lo que está por venir es mucho mejor que lo actual, ya que solo lo actual existe. Un beso
Hola, Judith. No sé si el pensamiento es universal (puede), pero de lo que sí estoy seguro es de que los escritores a menudo compartimos las mismas reflexiones, triunfos y miserias. Me alegro de que mi artículo te haya hecho reflexionar. Un abrazo.