Sigo con mi recorrido del Nueva York literario, reuniendo las notas y los testimonios de primera mano que tomé para el viaje. Hoy contaremos unas cuantas anécdotas sobre el Chelsea, uno de esos hoteles que parecen embrujados: las musas se paseaban por sus habitaciones como si fueran fantasmas. Nunca antes tantos escritores habían vivido bajo el mismo techo.
¿Habíais oído hablar de este lugar?
Una noche en el Chelsea Hotel
La historia del Chelsea es también la historia de Manhattan. Se construyó a finales del siglo XIX, y durante un tiempo fue el edificio más alto de Nueva York. Aunque funcionó como hotel desde 1905, su época dorada comenzaría con la gestión de David Bard, al que le sucedería su hijo, Stanley Bard.
Durante muchos años, Bard favoreció la presencia de artistas, aceptando incluso sus obras como pago de deudas atrasadas. Las habitaciones estaban sucias pero eran baratas, y si podías demostrar que eras lo bastante bueno podías alojarte en una de forma permanente, pagando una renta mensual.
Los precios populares no sólo atrajeron a artistas, sino también a una multitud de chulos, prostitutas, yonquis y criminales. El Chelsea Hotel se convirtió en una especie de manicomio, con gente peleándose por los pasillos, discusiones a voz en grito e incluso asesinatos.
Arthur Miller nos ofrece una buena idea de lo que significaba vivir en el Chelsea en aquellos años. Se mudó allí tras su divorcio con la actriz Marilyn Monroe, pues ya había pernoctado antes en sus habitaciones y lo conocía bien. Miller describía así su experiencia:
“A pesar de quemarme unas cuantas veces con la ducha, el hotel empezó a gustarme, o al menos sus residentes o, como a algunos les gustaba referirse a sí mismos, “moradores”. Podías pillarte un ciego en los ascensores tan sólo como los restos del humo de la marihuana. “¿Qué humo?”, el señor Bard habría preguntado enfadado. A veces, Allen Ginsberg vendía su nueva revista Fuck You en el lobby, Warhol rodaba películas en algunas de las suites, y una chica joven con ojos de loca que parecían estar uno sobre el otro, aparecía de tanto en tanto por el vestíbulo, distribuyendo una resma de maldiciones mimeografiadas sobre el género masculino, al que acusaba de haber destrozado su vida y todo lo bueno en el mundo, y amenazando con disparar a algún hombre un día de estos. Hablé muy seriamente con el señor Bard y con su hijo Stanley, que poco a poco se estaba haciendo con el negocio, pero desestimaron la idea de que pudiera hacer algo grave. Como fui aprendiendo poco a poco, simplemente no querían oír malas noticias de ninguna clase. Por supuesto, tan sólo dos días más tarde la chica disparó a Warhol cuando entraba en el lobby desde la calle 23, apuntándole a las pelotas. Pero teniendo en cuenta todo lo que acontecía en el Chelsea, esto fue sólo un pequeño percance más en un día cualquiera.En cualquier caso, era mucho más cómodo y amistoso que vivir en un hotel de verdad. A principios de los sesenta, los camioneros todavía pillaban habitaciones sin baño en la segunda planta, y por la noche aparcaban sus enormes tráilers en la entrada, y la cafetería con las máquinas automáticas seguía en la esquina con la Séptima Avenida. A menudo desayunaba allí con Arthur C. Clarke, que con sus modales de sacerdote unitario trataba de explicarme por qué poblaciones enteras vivirían dentro de poco tiempo en el espacio. Fingiendo interés en semejante tontería, me pregunté cuál podría ser la razón para que alguien viviera en el espacio. “¿Cuál fue la razón de que Cristóbal Colón quisiera cruzar el océano?”, me dijo él. Supongo que en parte tenía razón, pero no en serio. Mientras tanto, en las mesas a nuestro alrededor un montón de indigentes se aferraban a sus tazas de café para retrasar el encuentro con la lluvia y el viento, y que acabarían por forzar el cierre de la cafetería con sus desagradables orejas y su manía de hurgarse la nariz, sus peleas rápidas, sus copiosas toses y sus exhaustos y profundos sueños de los que el mánager muchas veces no podía despertarlos. En aquella época no creo que ni Clarke ni yo nos diésemos cuenta del extraño contraste entre sus diatribas espaciales y la mugrienta realidad de la cafetería.”
Arthur Miller, The Chelsea Affect , Granta ,78.
Eran mediados de los sesenta, y Dylan Thomas llevaba ya mucho tiempo muerto. Arthur C. Clarke se había alojado en el Chelsea con el firme propósito de escribir dos mil palabras diarias del manuscrito de una nueva novela que iba a acompañar una película de Stanley Kubrick. ¿El título? 2001: Una Odisea en el Espacio.
Había intentado trabajar con el cineasta en su oficina de Manhattan, pero se había vuelto enseguida al Chelsea para buscar inspiración en sus conversaciones con otros escritores. Tardó cuatro años en terminarla. Después de que la novela y la película fuesen un éxito, Clarke devolvió su deuda a los residentes del hotel en forma de demostraciones de láseres, cámaras y otros productos de alta tecnología en el ático del edificio durante las noches de verano.
«[El hotel Chelsea] es mi hogar espiritual» diría muchos años después en una entrevista. «Todo el mundo se sorprende de que venga a este hotel que no es ni mucho menos de cinco estrellas».[1]
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Lo cierto es que las drogas campaban a sus anchas por el Chelsea. William Burroughs (eminente drogadicto y autor de la novela Yonqui) estaba obsesionado con el número veintitrés, el cual, según decía, siempre aparecía cada vez que abría un periódico. El Chelsea estaba, precisamente, en la calle 23, y allí fue donde se alojó en la misma época que el escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke.[2]Sobre el hotel dijo que «parecía haberse especializado en la muerte de escritores célebres».
John Giorno, un poeta y amante de Brion Gysin, recuerda que se encerraban en su habitación para meterse LSD una o dos veces por semana, y que «el Chelsea era el único lugar seguro para hacerlo». En su biografía de Gysin, John Geiger menciona otra anécdota al respecto:
“[Gysin] siempre había tenido un buen suministro de hachís y, mientras estaba en el Chelsea, llegó incluso a recibir una ficha de costo por correo. Se la habían enviado desde Francia, y estaba tan mal empaquetada que el aceite del hachís había deshecho el endeble envoltorio. Aunque parezca increíble, un agente de aduanas lo había vuelto a envolver y se lo había enviado. Burroughs estaba muy impresionado con esta demostración de magia práctica, y el hecho de que, como él decía: «un Johnson lo haya vuelto a envolver con celo». Para Burroughs, un Johnson es alguien que se niega a participar cuando todo el mundo se dirige a la comisaría para denunciar a un vecino”.[3]
Allen Ginsberg también coincidió con ellos en el Chelsea Hotel en más de una ocasión. Allí escribió parte de su poema Kadish. Algunas fuentes dicen que Jack Kerouac también escribió On the Road durante una de sus estancias en el hotel, pero no es cierto; se trata de un mito muy extendido. Sin embargo, el novelista beat sí fue otro de los habituales del lugar.
Una noche de Agosto de 1953, tras unas cervezas en San Remo y después de visitar un bar de lesbianas llamado Tony Pastor’s y dejar que Burroughs se fuese a casa, Jack Kerouac y Gore Vidal se fueron al Chelsea y alquilaron una habitación. Los dos firmaron con sus verdaderos nombres en el libro de registros, según Vidal, porque esperaban que algún día sus respectivos biógrafos celebraran este esporádico encuentro sexual entre ambos. Jack lo mencionaría en su novella Los Subterráneos, refiriéndose a Vidal con el nombre de Arial Lavalina. Más tarde fanfarronearía del asunto delante de toda la clientela habitual del San Remo.[4]
Adyacente al hotel está el famoso restaurante español El Quijote. En In The Seventies: Adventures in the Counter-Culture, Barry Miles(que residió en el Chelsea a finales de los sesenta y principios de los setenta, recomendado por Allen Ginsberg) describía así las costumbres de los inquilinos:
“La regla en el Chelsea era que la gente siempre llamaba al telefonillo antes de entrar en las habitaciones. La privacidad se respetaba mucho. Por lo general, la gente se reunía en el lobby, o en El Quijote, el restaurante español que estaba al lado, que todavía tiene una entrada que da al propio lobby pues originalmente era el comedor del Chelsea. Podías encontrarte a muchos de los inquilinos del hotel resguardándose en el bar. El restaurante está decorado con muy mal gusto con enormes pinturas de El Quijote y Pancho (sic), e incluso el papel de las paredes está decorado con el Quijote. Cuando lo visité por primera vez en los sesenta, había un cartel en lo alto anunciando el décimo séptimo aniversario del restaurante, que ya llevaba algún tiempo colgado, pues el local abrió en 1936. Durante los setenta y principios de los ochenta, el cartel siguió allí (…). El menú ha cambiado muy poco, pero la jukebox ya no tiene la canción «The Dawning of Aquarius» en español.”[5]
Ya a mediados de los setenta, Charles Bukowski y Pamela Wood (Scarlet, que inspiró el personaje de Tammie en Mujeres) se alojaron en el último piso del hotel, en la habitación 1010, la misma en la que años atrás había vivido Janis Joplin.
Hacía muchísimo calor y tenían las ventanas abiertas. Scarlet se sentó en el alféizar, con una pierna colgando sobre el vacío. Se inclinó hacia adelante y estuvo a punto de caerse. Después se fue a la cama y empezó a dar vueltas. Quería que Buk la llevara a la Estatua de la Libertad, que podía verse desde la ventana, pero al parecer estaba demasiado colocada como para mantenerse en pie.[6]
La muerte del Chelsea
En los noventa empieza la decadencia del Chelsea, con el inicio de la burbuja de las punto com. En 2007, Bard pierde su puesto de mánager en el hotel. A mediados de 2011 se dejan de aceptar visitantes, y solo sobreviven aquellos inquilinos con contratos de arrendamiento de larga duración, que van muriéndose o abandonando el edificio en un lento goteo durante los años siguientes.
Después todas las piezas de arte fueran retiradas de las paredes de color beige: La escultura de papel maché de una mujer regordeta columpiándose del techo, obra de Eugenie Gershoi, la pintura de Robert Lambert de un hombre alimentando a las gallinas, la testuz de un caballo palomino retratado por Joe Andoe.
El edificio se vende en 2013, y es adquirido por un consorcio: King & Grove Hotels (ahora Chelsea Hotels). Poco a poco se va echando a todo el mundo. A continuación acometen una reforma completa del interior del edificio.
Al Chelsea lo han «gentrificado», que es como decir que han llevado a cabo un exorcismo para expulsar a los fantasmas de las musas, para extirpar la historia y la magia del lugar con precisión quirúrgica. Hoy huele a cal y a sombras viejas. No se han hecho concesiones a su antiguo espíritu. Aunque todavía no está abierto al público —y dudo que cuando se abra merezca la pena alojarse en él, pues se habrá convertido en otro hotel más de la gran manzana—, todavía puedes acercarte por la calle veintitrés y admirar la entrada y la fachada de ladrillo naranja y estilo victoriano.
Luego quizá te detengas en El Quijote. Allí, al menos, la jukebox sigue sonando.
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Si os ha gustado, o estáis planeando un viaje a Nueva York y os apetece daros algún placer literario, os recuerdo que hace un par de meses publiqué una entrada sobre la White Horse Tavern. Podéis leerla aquí.
[1]http://www.nytimes.com/1999/10/26/science/conversation-with-arthur-c-clarke-author-s-space-odyssey-his-stay-chelsea.html
[2] Burroughs, W.S., Rub Out the Words: The Letters of William S. Burroughs 1959-1974
[3] Geiger, John, Nothing Is True-Everything is Permitted: The Life of Brion Gysin, Red Wheel Weiser, 2005, 320 páginas.
[4] Amburn, E., Subterranean Kerouac: The Hidden Life of Jack Kerouac, MacMillan, 1999, 448 págs.
[5] Miles, B., In The Seventies: Adventures in the Counter-Culture, Profile Books, 2011, p. 66.
[6] Miles, B., Charles Bukowski, Random House, 2009, 352 páginas.
[Todas las traducciones de los textos originales han sido realizadas por mí]
Fuente de la primera imagen: http://media.mediatemple.netdna-cdn.com/wp-content/uploads/uploader/images/signs/chelsea-hotel/full_hotel.jpg
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
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