El empleo de referencias culturales en una novela es una práctica frecuente tanto entre escritores noveles como profesionales. Estas referencias pueden provenir de la alta cultura y o de la cultura popular. En ocasiones también se mencionan anuncios televisivos o marcas de ropa y comida.
Aunque existen opiniones para todos los gustos, la mayoría advierten a los escritores de que es mejor no plagar tu historia con este tipo de datos. La “gran novela americana” no se escribirá utilizando referencias al Gangnam style o a Battlestar Galactica.
¿O sí?
Relevancia contemporánea versus arte eterno
Jonatham Lethem, uno de mis escritores favoritos (¡otro!), ambienta muchas de sus historias en Brooklyn, e incluye numerosas referencias a canciones, películas y acontecimientos que transcurrieron durante su adolescencia, pero no siempre fue así. En sus primeras novelas optó, en cambio, por un acercamiento un tanto tibio hacia las manifestaciones de la cultura popular. El motivo es que Lethem es hijo de un pintor avant-garde, y tomó el arte abstracto con afán universalista como modelo para su literatura:
“Como Paul Auster, yo quería alcanzar con mis novelas una cierta “modularidad” universal que no estuviera limitada por referencias culturales. Y por esa razón, cuando un personaje tenía que mencionar un libro o una película, algo que a veces era necesario […], creía que mi trabajo era inventármelo. Así que si mi personaje escuchaba una canción, yo me inventaba una nueva para la ocasión; cualquier referencia del mundo cultural tenía que ser ficticia. Pensé que si las enmascaraba con mis propias invenciones, se volverían más expresivas, eternas, más como la música clásica o la pintura abstracta. Anegaría todo con estas invenciones y transformaciones, y así conseguiría sugerir que estos personajes vivían del mismo modo que yo, es decir, dentro de ciertas especificidades culturales.”
Jonathan Lethem, Singapur Writers Festival, 2014
Stephen King hace algo parecido. En vez de mencionar la Coca-Cola, utiliza una bebida similar de su propia invención, la Nozz-A-La, lo que sin duda es mejor que escribir algo tan artificioso como: «Ben dio un trago a su refresco de soda». A veces un mismo producto se repite en varias de sus novelas, como ocurre con ciertas marcas de cerveza; King ha explotado esta técnica en numerosas ocasiones para dar la sensación de que todas sus obras tienen lugar en un mismo universo personal.
Sin embargo, Stephen King también usa de forma constante referencias a grupos de música y productos de consumo. En sus propias palabras:
“Los nombres de marcas reales crean un entorno en el que el lector se puede identificar completamente. Puedo usar Triscuit o Colgate en cada uno de mis libros si son algo que todo el mundo conoce… En cualquier parte de Nueva York, o del país, va a haber un lugar con un cartel de Coca-Cola. Los lectores se identifican con eso”.[1]
King es considerado un maestro a la hora de representar la cotidianeidad de la clase media-baja americana. Quizá parte de su éxito se deba a esta visión cercana y humilde de la realidad, pero no falta quien denuncia que tras la inclusión de estas marcas se ocultan intereses menos literarios: los beneficios que las empresas le están proporcionando a cambio del posicionamiento de su producto (target placement).
La estrategia de Stephen King puede perjudicar sus libros a medio o largo plazo. A menudo pensamos que autores de su fama serán recordados y leídos durante mucho tiempo después de muertos, pero ¿quién sabe? A veces este tipo de referencias envejecen mal. Quizá Colgate quiebre dentro de cinco años, o decida cambiar el nombre de su pasta de dientes.
Todo esto nos lleva a preguntarnos ¿cuánto tiempo quiero que dure mi libro? Sé que no es una pregunta muy habitual (a mí no es algo que me quite el sueño, y doy por sentado que a vosotros tampoco), ya que nadie puede saber qué autores sobrevivirán a la prueba del tiempo y cuáles caerán en el olvido. Que se lo digan si no a H. P. Lovecraft, a Melville, a Kafka, a Bolaño, a John Kennedy Toole, y a otros tantos escritores que murieron sin ver su talento reconocido, y en ocasiones sumidos en la más absoluta miseria.
Pero quizá no sea tan estúpido tenerlo en consideración, pues no estamos hablando a cien años vista. Últimamente nuestra realidad se transforma a una velocidad pasmosa. ¿Mencionarías Twitter en tu novela? ¿Y Google, o Whatsapp? ¿Crees que dentro de diez años, o incluso cinco, los lectores sabrán de qué estás hablando?
Puede ser. ¿Qué me dices del extinto Messenger? ¿Y de MySpace, o de Napster, o del Motorola v5?
Nadie sabe qué es lo que convierte a una novela en una gran obra literaria, pero hace tiempo leí un post (y perdonadme, pero no recuerdo en qué web) donde, entre otras características, el autor defendía que una gran novela debía de estar tan imbricada en el contexto temporal en el que se había escrito que una y otro debían ser indisociables.
Me pareció una reflexión muy lúcida. Lo que el artículo venía a decir es que una novela, para poder ser considerada una gran obra literaria, debía ser representativa y acorde con la cultura y el momento en el que se había escrito. Es decir, esa novela gótica genial de estilo decimonónico publicada en 2016, no puede ser una “gran” novela aunque supere en calidad a los libros de Ann Radcliffe.[2]
Me quedo con esta idea, y supongo que se puede atacar este argumento desde todos los flancos, pero para mí esconde una gran verdad con la que me siento identificado. El auténtico arte es una mirada (desde y hacia) una época, un momento y una sociedad. Un escritor no desarrolla sus historias para los lectores del futuro, sino para sus contemporáneos. Por lo tanto, las referencias culturales forman parte de nuestro universo cotidiano y no debemos resistirnos a que permeen nuestro trabajo.
Generalizaciones versus pérdida de información
Aceptamos que las referencias culturales en una novela no provocan una merma en su calidad. Pero, ¿acaso la mejoran en algún sentido? Porque si plagar una novela de ellas no aporta nada al lector, quizá sea mejor no arriesgarse.
Y sí, la palabra es «arriesgarse», porque cada una de las referencias que emplea el escritor supone un riesgo: tiene la potencialidad de alienar a una parte de los lectores y provocar una pérdida de información. Una referencia a Rembrandt o a Caravaggio es una apuesta bastante segura, pero mencionar a Rothko o a Hirst resulta mucho más peligroso. Y claro, cuanto más obscura sea la referencia, peor.
Los sufridos traductores se enfrentan con este problema constantemente. Hace varios años discutía con un colega del gremio sobre la conveniencia o no de adaptar las referencias culturales de otros idiomas al español en una traducción, y dónde poner el límite. El exceso en esta práctica fue lo que nos llevó a traducir hasta los nombres de los personajes (de este modo, Hazuki You y Takiki Sho se convierten en “Juana y Sergio”) y las localizaciones (las brujas de Sabrina van a veranear a Mallorca en vez de a Miami), supongo que bajo la excusa de conservar el mismo “valor expresivo” en el texto meta. Central Park se transformó en el parque de El Retiro, Jaime Oliver en Carlos Arguiñano, y con ello las obras originales cambiaron tanto que se volvieron irreconocibles. Desde mi humilde posición como lector y espectador, asumir de esta forma la estupidez y cortedad de miras del personal fue bastante insultante.
Por otro lado, volvamos al ejemplo de Stephen King. ¿Quién de vosotros conoce la marca de galletas Triscuit? Muy pocos, sin duda, porque no se comercializan en España. La intención de King era provocar un sentimiento de familiaridad en el lector, pero con esta referencia lo único que ha conseguido con nosotros es el efecto contrario.
¿Compensa esta información extra que solo captará cierto porcentaje de lectores la pérdida de información del resto? Es una pregunta que el escritor debe hacerse en cada caso, y también entran en juegos valoraciones estilísticas y la voz de cada autor. Está claro que Haruki Murakami no sería el mismo sin el uso de referencias culturales norteamericanas, y otro tanto ocurre con el propio Jonathan Lethem.
¿Una decisión estética?
A ver si adivináis a qué novela pertenece el siguiente fragmento:
“Price la sigue con la mirada y cuando oye pasos en el interior que bajan hacia la entrada donde estamos nosotros, se da la vuelta y se arregla su corbata Versace dispuesto a encarar a quien sea. Courtney abre la puerta y lleva una blusa de seda crema Krizia, una falda de tweed rojiza Krizia y zapatos de seda y raso D’Orsay de Manolo Blahnik.
Yo tirito y le tiendo mi abrigo de lana negra Giorgio Armani y ella lo coge, besándome con mucho remilgo la mejilla derecha, luego hace exactamente los mismos movimientos con Price mientras coge su abrigo Armani. El nuevo CD de Talking Heads suena suavemente en el cuarto de estar.”
El que haya leído este libro no va a olvidarlo en la vida. Es un fragmento elegido prácticamente al azar de las primeras páginas de American Psycho, de Bret Easton Ellis. Las menciones a determinadas marcas de ropa, equipos de sonido y colonias son una constante en esta obra. Están ahí por razones poderosas (para destacar la superficialidad de los personajes, para sumergir al lector en el modo de vida de los ricos del Upper East Side, para alternar estas descripciones desapasionadas con crímenes brutales narrados con la misma ausencia emotiva), y al mismo tiempo consiguen alienar al lector, porque lo único que el lector medio saca en claro es que toda esa gente son una panda de pijos ataviados con trapitos de diseño. A pesar de todo, American Psycho es un libro magnífico, y no sería gran cosa sin esta auténtica avalancha de referencias.
Al final, el uso o abuso de las referencias culturales es, como casi todo en la literatura, una decisión estética. Con esto no pretendo menospreciarlo; al fin y al cabo, cuando todas las historias se han contado un millón de veces, lo único que nos queda a los escritores son precisamente las decisiones estéticas.
Concluyo con la reflexión del propio Jonathan Lethem, que viene muy a cuento del ejemplo de Bret Easton Ellis. Lethem habla de Charles Dickens, cuya obra está llena de especificidades sobre el Londres de principios del XIX: titulares de periódico, melodías tarareadas por los tenderos, carteles en la calle, etcétera:
“La razón por la que todo esto funciona no es porque el lector lo entienda todo o reconozca cada una de sus referencias, sino porque [para Dickens] todas y cada una están cargadas de emociones, están vivas.” En las novelas de Dickens, todas estas referencias conforman un mundo caótico pero verosímil. Nosotros mismos no entendemos todas las referencias que escuchamos en las conversaciones a nuestro alrededor, o simplemente cuando caminamos por la calle. “El metro está lleno de anuncios publicitarios. Cuando una capa se levanta, tres capas más aparecen bajo ella. Entonces alguien viene y pinta un grafiti sobre el anuncio, y este a su vez hace referencia a determinado barrio, o a un desahucio. El mundo en el que nos movemos está compuesto por todas estas capas de lenguaje y de especificidad cultural”.
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[1] Faktorovich, A., The Formulas of Popular Fiction: Elements of Fantasy, Science Fiction, Romance, Religious and Mystery Novels, McFarland, 2014.
[2] Lo cual no impide que se pueda escribir una novela gótica, o histórica, o lo que sea, que acabe convirtiéndose en una gran obra literaria. La cuestión es que tendría que reflejar las inquietudes del autor del siglo XXI, no limitarse a reproducir las del XIX. En cualquier caso da igual, porque la mayor parte de los buenos libros no pasan a la posteridad y, desde luego, no se convierten en parte del canon.
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
A mí las referencias culturales no me molestan. El inicio de American Psycho (o toda la novela, mejor dicho) está llena de referencias de marcas y grupos que no conozco de primera mano, pero te ayudan a sumergirte estupendamente en la vida yuppie de apariencia y marca sobre esencia y autenticidad. Las charlas que se echa Bateman sobre Whitney Houston no podrían darme más igual, y aún así me encanta leerlas porque definen al personaje, a su época y a su estrato social.
De igual manera, Stephen King menciona en numerosas ocasiones marcas que no reconozco, como puede ser Pepto-Bismol. Es un medicamento para el estómago, como nuestro Almax. La primera vez que lo leo no entiendo para qué sirve, pero Pepto me da una pista y el personaje acaba de mencionar que tiene una diarrea de narices. La segunda vez ya lo identifico.
Las marcas y las referencias enmarcan la novela en el tiempo y eso me gusta. Te ofrecen un trozo de la cultura de ese momento. ¿Alienan? Nah. No creo. Si no lo comprendes, siempre puedes entenderlo por el contexto o usar Google. Nosotros sí que lo tenemos a mano, no como los personajes 😉
Exacto. Aunque también es verdad que a veces uno no usa Google tanto como le gustaría en un principio, y estar deteniéndose una y otra vez para buscar datos puede entorpecer una lectura. La mayoría de las referencias en los casos en los que comentas se pueden sacar por contexto o forman parte de la ambientación y, por lo tanto, el dato en sí no tiene demasiada importancia.
A mí también me gustan las referencias culturales, aunque hay autores que las fuerzan hasta el límite. Chuck Wendig es uno de ellos. Los diálogos de Blackbirds tienen un tonillo referencial que es muy divertido, pero que ha envejecido mal… y solo han pasado unos ocho años desde que se publicó.
Excelente entrada. En lo personal, no hallo las referencias culturales bien usadas molestas; son casi invisibles en la mayoría de los casos. Es cuando se las usa sin sentido o mal que saltan a la vista. Hace un tiempo leí uno de los volúmenes de Calabazas en el trastero de la editorial Saco de huesos (no recuerdo qué número era, pero tenía temática oriental). Unos cuantos relatos estaban ambientados en España, pero tenían ese toque típico del terror japonés.
Hubo un cuento que me llamó la atención por las referencias culturales. Para empezar, la autora decidió dejar los honoríficos (-chan, -san, etc.), que en la mayoría de los casos, es innecesario. Pese a esto, los personajes se comportaban como occidentales. Me pareció extraño ver aquella discordancia, como si la autora quisiera que quedara patente que sus personajes eran japoneses cuando esto estaba claro desde el principio. Tal vez sea pretencioso de mi parte decirlo, pero la obra no habría sufrido si se prescindiera del uso de honoríficos.
Bueno, que me extiendo demasiado. Es que con el tema de la cultura japonesa me cuelgo.
Gracias, Ana. Sí, a veces el exceso o la falta de propósito a la hora de citar referencias pueden resultar cansinos. Precisamente acabo de leer una reseña en Sense of Wonder sobre Armada, de Ernest Cline, y vienen a quejarse un poco de todo este abuso de referencias a la cultura pop de los 80. Quizá el autor de ese relato que mencionas quiso enfatizar demasiado una determinada ambientación, y se excedió.
¡Un abrazo!