Para esta semana he decidido recuperar un artículo que ya tiene bastante tiempo y que ha tenido una trayectoria más bien azarosa. Lo escribí como parte de un proyecto de regeneración de la web de la ya extinta Nocte, la asociación española de escritores de terror. Como desapareció a mitad de camino, al final lo publiqué dentro de una serie de artículos de la escuela Ateneo Literario donde impartía un taller de escritura.
La escuela ya no existe, la web tampoco, y por tanto este artículo ya no puede encontrarse en ninguna parte, así que he decidido recuperarlo en el blog. Hace mucho que no escribo terror —si es que llegué a escribirlo alguna vez, ya que las definiciones cambian dependiendo de a quién se le pregunte— y no sé si este es un tema que os interesará poco o mucho.
En cualquier caso, a mí siempre me ha parecido interesante leer reflexiones sobre todo tipo de géneros, porque creo que puede ser enriquecedor. Así que aquí os lo dejo.
Terror, horror y splatterpunk: una revolución sofocada
Cuentan las malas lenguas que en cierta ocasión Neil Gaiman viajó hasta Northampton para visitar a Alan Moore. Los dos escritores comieron en un restaurante y aprovecharon para ponerse al día. Alan describió a Neil la última escena que estaba escribiendo, el asesinato y evisceración de la prostituta Mary Kelly a manos de Jack el Destripador para la novela gráfica que más tarde se publicaría bajo el título de From Hell. La descripción del crimen fue tan vívida, tan perturbadora, que Neil tuvo que disculparse y abandonar el restaurante para tomar aire en dos ocasiones. Cuando se levantó la segunda vez, escuchó a Alan mofándose de él a sus espaldas:
«Vaya, vaya. Neil scary trousers Gaiman, maestro del terror moderno.»
Terror, horror y repulsión
From Hell no es una obra particularmente violenta, pero esta pequeña anécdota quizá resulte adecuada para hablar sobre una cuestión que ha dividido a los escritores de miedo durante décadas: la preferencia del «terror» frente al «horror», de lo velado frente a lo explícito.
El objetivo que persigo no es despreciar el terror más sutil y ambiental (que por otra parte es mi favorito), sino prestigiar el horror explícito, a menudo vilipendiado por otros escritores, que lo tachan de solución barata al problema de «provocar una reacción» en el público.
La diferencia entre terror y horror quedó establecida por primera vez en el ensayo On the Supernatural in Poetry de la escritora gótica Ann Radcliffe. Radcliffe consideraba que la indeterminación inherente al terror conducía al lector a atisbar o incluso aprehender lo sublime, en tanto el horror producía el efecto contrario: lo aniquilaba. En su propia definición, por tanto, ya se estaba estableciendo un sesgo cualitativo que fue aceptado con muy poca oposición hasta los años ochenta del siglo pasado. En 1981, de hecho, Stephen King profundizaba en su ensayo Danse macabre sobre las diferencias entre el terror y el horror, y aprovechaba para introducir una nueva categoría: la «repulsión».
A pesar de que ambos trabajos están separados por ciento cincuenta años de evolución del género, resulta sorprendente comprobar que las opiniones de King no se diferencian demasiado de las de Radcliffe.
«Existen tres niveles más o menos diferenciados, cada uno de ellos un poco mejor que el anterior» dice el novelista, que además considera el terror como el mejor de todos ellos, aunque admite que a veces recurre a la repulsión (de lo cual no se siente demasiado orgulloso). Así de claro.
Sin embargo, la historia del horror (y también de la repulsión, por qué no) se ha venido desarrollando de forma paralela a la del terror, hibridándose con otros géneros, creando vástagos que a menudo escapan a toda definición formal: está presente en los libros del marqués de Sade y de Apollinaire, en El monje, de Matthew Lewis, o en ciertas historias que poblaron los folletines pulp de la primera mitad del siglo XX, por citar solo algunos ejemplos. Obras, todas ellas, que bordean o explotan los aspectos más físicos y pornográficos de la narración.
El nacimiento del splatter
Sin embargo, el cambio no se produjo hasta mediados de los ochenta, cuando un grupo de escritores más bien jóvenes comenzaron a arracimarse en torno a una nueva corriente literaria denominada splatterpunk.
La intención del splatter era rebelarse contra las imposiciones de la tradición del género y hasta cierto punto defender lo dionisíaco frente a lo apolíneo, lo físico sobre lo espiritual. En general, no pretendían desterrar al terror más sutil del podio ni generar confrontaciones, sino explorar nuevos horizontes literarios y legitimar otras formas de afrontar el encuentro con lo desconocido, la visión del otro.
Siempre he pensado que el género de terror es una manifestación artística contracultural. Víctima de su propia definición, pocas veces ha sido abrazado por la cultura de masas. Sin embargo, es curioso que dentro dentro de una forma literaria destinada a romper con los límites y a cuestionar las normas morales de la sociedad que lo acoge, la aparición del splatterpunk dentro del panorama haya sido recibida con tales dosis de bilis y de desprecio por otros compañeros del gremio.
Las discusiones entre lo que en aquel momento también se definió como «quiet versus explicit horror» fueron muy intensas. Robert Bloch desestimaba el splatterpunk como una lectura rápida que quizá satisficiera a cierto porcentaje de lectores, pero que en el fondo se trataba de una moda que no tardaría en caer en el olvido. W. F. Nolan llegó a referirse a ellos como la «escuela de la bolsa para vómitos» y en su manual de escritura How to write horror fiction despreciaba a estos escritores, comparándolos con niños ingenuos deseosos de transgredir límites, y defendiendo la moderación y la sutileza como características propias de la madurez.
Treinta años después podemos afirmar sin equivocarnos que el statu quo se impuso y que la revolución dentro del género no llegó a producirse, aunque nunca sabremos si se debió a las críticas de estos veteranos, a que no llegaron a ganarse la simpatía de los lectores o a que, efectivamente, Robert Bloch tenía razón al calificar el movimiento como una moda pasajera.
Lo cierto es que el splatterpunk fue una bestia inclasificable. Sus referencias más próximas no se encontraban en el mundo literario; venían sobre todo del cine, que en los años setenta ya había empezado a bascular cada vez más hacia lo explícito y el gore. No existió círculo de escritores, escuela o movimiento como tal. A su paso dejaron unas cuantas antologías sin demasiada cohesión y breves listas de novelas que pueden considerarse canónicas. Autores como Clive Barker, con sus Libros de sangre, Jack Ketchum o Brian Keene son bien conocidos por los lectores españoles. Otros con menos impacto han sido Joe R. Lansdale (tan solo se han traducido dos obras: Mucho Mojo (Thassalia, 1995) y Cuando el río suena (RBA libros, 2005), una novela negra sureña de recomendable lectura) y Poppy Z. Brite (de la que se encargaba la difunta editorial La Factoría de Ideas).
Así pues, ¿qué es lo que define el splatter en realidad? Para sus detractores está muy claro: un placer malsano, el deseo de recrearse en la casquería. Pero, ¿puede definirse un movimiento a partir de un elemento como es lo explícito o implícito de su contenido?
Quizá el splatterpunk fue solo una decisión estética, pero en el arte las decisiones estéticas tienen una importancia capital. Ya sea una obra en la que prime el terror o el horror, el subtexto debería ser el mismo: ambas tratan aspectos de la condición humana, y esto es igual de válido para la literatura realista, para la novela negra, para el fantástico y por supuesto para el terror. No es el fondo, por tanto; es la forma, lo explícito, lo que marca la diferencia.
El horror como un recurso más
Siempre me ha llamado la atención cómo construimos cuidadosamente la atmósfera, generamos la tensión necesaria y, cuando el cuchillo desciende, apartamos la mirada, nos lavamos las manos y dejamos que el lector haga todo el trabajo sucio. Es curioso que decidamos abordar la narrativa de terror y que tantos de nosotros nos acobardemos a mitad de camino. Quizá sea porque hay mucho que perder y poco que ganar. Si el terror ya es un campo comercial limitado, una historia explícita reduce el número de lectores de forma considerable, y además aumenta las críticas. También está la sombra que siempre planea sobre el escritor de terror, la eterna pregunta. ¿Por qué has decidido escribir sobre esto? Podemos vivir en una época de libertad de expresión, pero transgredir tabúes implica descubrirse ante otros miembros de nuestra sociedad y sigue exponiéndonos a la burla, a la incomprensión o a la marginalidad.
Estamos muy acostumbrados a leer una y otra vez el argumento de que el terror es superior al horror y a la repulsión, de que una sensación es, por algún motivo, más elevada que la otra. A menudo menos es más, dicen, y también dicen que el escritor de terror que descubre demasiado acaba por revelar la cremallera del traje del monstruo. Durante mucho tiempo hemos asumido que la repulsión es el truco barato, el equivalente al prestidigitador de la barraca de feria, un sustituto del verdadero terror, heredero espiritual de una tradición iniciada por Edgar Allan Poe y otros maestros. Pero, ¿es realmente tan sencillo repugnar a un lector en un formato no gráfico, con el arte simple —en apariencia— de enlazar una palabra con la siguiente?
Nos hemos habituado a este discurso, y quizá nos resulta más cómodo que la alternativa, pero si sugerir es el arte del «menos es más», entonces el «cada vez más» se convierte en un ejercicio de escritura formidable. De ser así, entonces es más difícil todavía enseñar al monstruo, cada uno de sus horrendos detalles, y además tener éxito provocando una emoción intensa en el lector. A través de lo explícito, de la carnalidad, también puede esconderse el subtexto y por tanto estas manifestaciones pueden ser la puerta hacia sensaciones y sentimientos más elevados.
Quizá lo terrenal también se pueda convertir, con buena técnica literaria, en el umbral que conduce hacia lo sublime.
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
Lo primero que escribí fueron relatos de terror inspirados por Cliver Barker y su cercanía a un juego de rol que dirigía por ese momento, Kult.
Todavía recuerdo cuando se los di a leer a unas compañeras de la universidad y las caras que pusieron. A tal punto que tuve que convencerlas de que era un recurso estético para estremecer, pero que escribir sobre esas cosas no significaba que a mí me fuera el sadismo.
En fin.
El problema se incrementa de forma exponencial si cada libro que sacas es leído por tu madre y tu suegra.
Quizá por eso hace tanto tiempo que no escriba terror sin mezclarlo con algo de comedia…
Muy bueno el artículo.
Saludos.
Muchas gracias. Yo creo que a todos los que hemos escrito algo de terror (algo de género, en realidad, porque hasta hace poco todo este asunto de la fantasía y la ciencia ficción era más minoritario) nos ha pasado en alguna ocasión algo parecido. Es una lástima, pero al final tanta incomprensión y mirada rara obliga a muchos a autocensurarse. La dictadura del qué dirán parece que obliga.
De todas formas, creo que la comedia y el terror son dos géneros que funcionan muy bien juntos, así que aplaudo tu elección. ¡Un saludo!
Un breve ensayo sobre el género muy interesante. He aprendido datos enriquecedores. Gracias por escribirlo.
Tengo escritas algunas historias donde muestro escenas ”repulsivas” de forma sutil y sugerente. ¿Eso en cuál de las tres categorías entraría? Quizá sea una forma de llevar a cabo lo ”terrenal al umbral de lo sublime”.
Un saludo.
Ricardo Zamorano
Gracias a ti, Ricardo, por tus palabras. En cuanto a tu pregunta, supongo que depende un poco de intencionalidad, pero también de los ojos de cada lector. ¡Un saludo!