Supongo que empecé a escribir mis primeras historias cuando tenía seis o siete años. Al principio eran cosas más simples, pero con el tiempo se transformaron en miles y miles de palabras, mundos imaginarios que requerían de mapas y de listas de reyes y de teologías y sistemas de magia complejísimos, y docenas de personajes y sagas familiares y batallas de veintipico ejércitos. Pero nunca acababa nada, y así pasaron cerca de dos décadas. Era incapaz de focalizar mi atención en un proyecto y mantener los niveles de pasión y energía que requería para llevarlo a buen término.
Recuerdo que con trece o catorce años conseguí, por fin, terminar un par de historias. Las presenté en el concurso de relatos de mi instituto y gané el primer premio: un libro de poemas de Alberti. No me gusta nada Alberti, pero ganar algo me hizo sentir bien. Doné el libro a la biblioteca del barrio.
Un par de años después me vi forzado a escribir una historia en inglés para una amiga que se ofreció a pagarme (mi primer trabajo oficial como ghostwriter o negro literario). Era un concurso organizado por nuestra academia de inglés, y mi relato quedó segundo. Mi amiga ganó un vale por cincuenta pavos en una librería. A mí me había pagado veinte por la historia así que, además de lograr quedar segundo en un concurso, aprendí una valiosa lección sobre no hacer trampas.
Tal es el poder de acabar las cosas.
La inspiración y la limpieza de fósiles
¿Por qué abandonamos a medio camino?
Siempre pasa lo mismo. Cuando tenemos una idea, nos parece la mejor del mundo. Podemos sentirla brillar dentro de nuestra cabeza. Un impulso irrefrenable nos dirige; casi parece guiar nuestra mano y obligarnos a ponerla por escrito.
Ese empuje dura dos mil, tres mil, quizá diez mil palabras. Luego se pierde. En ese punto nos quedamos solos y a oscuras en mitad de ninguna parte, en tierra de nadie.
Quizá la idea no era tan buena como parecía y nosotros no hemos aprendido todavía a identificar los diamantes auténticos de las simples baratijas.
O quizá la historia sí era buena. Me atrevería a decir que todas lo son: magníficas, hermosas y, en las manos adecuadas, eternas. Sin embargo, las ideas también son frágiles. Si las manipulamos sin el debido cuidado, se rompen.
En Mientras escribo, Stephen King utilizaba un ejemplo muy parecido al que voy a usar a continuación, pero es que creo que lleva razón. Durante un tiempo trabajé limpiando fósiles, huesos de dinosaurio, en un laboratorio. Recuerdo que el técnico enfatizaba que cada vez que tratábamos de rescatar un fósil de la matriz de roca estábamos sometiéndolo a una serie de tensiones que amenazaban con quebrarlo: Cambios de temperatura, de presión, vibraciones causadas por el instrumental mecánico…
Cuando están bajo la superficie, cuando solo intuimos un ejemplar, podemos pensar que en la roca se esconde el gran dinosaurio. Al principio solo asoma un pedacito de hueso minúsculo. No sabes a qué parte del animal pertenece. A veces ni siquiera sabes qué es. Hay que trabajar con cuidado, planificando bien dónde vas a aplicar el punzón cada vez, el ángulo, la presión. Retiras la roca y expones el espécimen sin prisa, y tratas de sacarlo a la luz lo más entero posible.
Con las ideas pasa algo parecido. Si has hecho bien tu trabajo, cuando por fin las recuperas, ahí tienes la historia.
Creo que las historias sobreviven con más facilidad si las planificamos antes. Una idea nos llega sin desbastar. No suele ser más que un concepto, una asociación de palabras, un fragmento de una escena. Pocas veces se trata de una sinopsis completa. Hay que trabajar en ella con calma. Con técnica. Extraer el dinosaurio.
En mi inexperiencia, de los siete a los veintisiete años rompí un montón de historias. Todavía sigo rompiéndolas de vez en cuando.
El «falso» aburrimiento
El aburrimiento es la segunda razón por la que dejamos una historia a medias. Nunca he entendido la función biológica del aburrimiento, sobre todo cuando se entromete en nuestros deseos y aspiraciones.
Te voy a contar un secreto a voces: Muchos escritores (quizá todos, o casi todos) sienten el impulso de dejar una historia cuando han escrito entre un tercio y la mitad de la misma.
¿Por qué? Se me ocurre que puede ser porque se produce un momento de desencanto. La historia ya tiene forma, intuyes cómo va a ser. En este punto, te das cuenta de la divergencia más que evidente entre el objeto físico que tienes entre tus manos (las palabras escritas) y el objeto ideal que pululaba por tu cabeza (una entidad sin mácula, que parece completa aunque no lo esté, que parece perfecta porque solo sobrevive en el Mundo de las Ideas). Y descubres que no te gusta, o que al menos no te gusta tanto como pensabas.
Crees que has estropeado la historia, pero no es verdad.
Y entonces piensas que no importa, porque has tenido otra idea. Una que es mucho mejor. Y esta vez lo vas a hacer bien, claro que sí. Comienza un nuevo frenesí creativo, ese subidón que siempre te produce escribir las primeras palabras. Esta vez sí, piensas. Esta vez…
No. Te volverá a ocurrir lo mismo, porque las cosas no funcionan así. La nueva idea es tan mala (o tan buena) como la que tienes ahora entre las manos.
Las historias solo tienen sentido si hay un final
La vida solo encuentra su significado cuando se contrapone a la muerte, y con las historias ocurre lo mismo. Una historia sin final no es nada. Es menos que nada: Un saldo negativo. Después de todo el esfuerzo invertido, es como si no existiera.
Acabar una historia no significa publicarla. A veces simplemente no es lo bastante buena, en ocasiones no hay mercado para ella. Hay mil razones para no publicar una historia, pero no hay apenas ninguna para no concluirla. Puedes guardar el manuscrito en un cajón y allí puede quedarse para siempre, y no tiene importancia. Yo tengo unos cuantos así. Aunque quizá no sean muy buenos, siguen siendo historias.
Creo que hay que aprender a disfrutar de cada parte del proceso (sí, hasta de las correcciones). Si la historia está bien urdida, la fase de corrección no es tan horrible como parece. En seis meses o en un año (lo que sea que tardes en concluir una novela) normalmente hay tiempo para todo: para disfrutar, para sufrir, para la pasión, para la pereza, para querer mandarlo todo a tomar por saco, para no querer hacer nada más que teclear… Por eso hay que mantener el objetivo bien claro en la cabeza.
Un número nada desdeñable de escritores admiten que no les gusta el acto de escribir, que lo que realmente disfrutan es de «haber escrito».
Pues lamento daros a todos una mala noticia: es necesario escribir para haber escrito.
Si no terminas lo que empiezas, no aprenderás nada
Uno aprende cuando intenta hacer cosas nuevas y cuando las repite varias veces hasta que logra dominarlas.
Empezar doscientas novelas no nos enseña gran cosa; apenas nada. Ni siquiera nos enseña cómo empezar una historia. El principio de una novela inacabada es un principio que no cumple ninguna función, que no se dirige hacia ninguna parte. Estás presentando un mundo que no existe, que se hunde en la nada. Son raíces sin árbol que terminan en un tocón muerto. ¿Cómo sabes siquiera si lo estás haciendo bien? ¿Cómo descubres si la casa se sostiene o se viene abajo cuando solo has colocado los cimientos?
Dejamos de hacer las cosas cuando se vuelven complicadas. Aprendemos y mejoramos cuando nos enfrentamos a los problemas y buscamos soluciones. La razón principal por la que yo no terminaba mis historias es porque no conducían a ninguna parte, y no conducían a ninguna parte porque no comprendía su funcionamiento interno. Ser capaz de detectar por qué una historia falla o por qué funciona (para cada cual) es lo que separa al amateur del profesional. El relato es prosa, pero la novela es estructura, es arquitectura.
Así que, como suelen decir por ahí:
Escribe. Termina. Repite.
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
Hola, Vic
Pues me siento bastante identificado en casi cada punto que has descrito. A mí me costó mucho arrancar, desde que comenzara a escribir hasta que logré terminar mi primera historia tuvieron que pasar muchos años.
A día de hoy, tengo más proyectos a medias —sobre todo novelas— que terminados en mi disco duro. En mi caso, creo que me resulta perjudicial planificar. Es un poco raro, pero voy a intentar darle algo de sentido a esto. Si voy escribiendo sobre la marcha, descubriendo lo que surge, sin hace planes, lograré terminar el proyecto —me costará, pero lo haré—. Sin embargo, si sé cómo va a terminar, si planifico y veo cada escena hasta el final, mi cabeza da por finiquitada la tarea y se acabó; me resulta imposible seguir, mi mente pasa a otras cosas y no puedo concentrarme y escribir… simplemente, todas esas escenas que tantas ganas tenía de escribir, me resultan tediosas y no soy capaz de escribir más de 200 palabras sin agobiarme y cerrar el documento…
Me cuesta muchísimo superar esa barrera, pero supongo que tendré que hacerlo en algún momento si quiero seguir escribiendo —novelas, al menos—.
En fin, genial como siempre, un abrazo!
¡Buenas, Jaume! Yo pensaba lo mismo, pero acabé dándome cuenta de que dentro de la planificación también hay mil posibilidades. Mis “escaletas” no dejan de ser sinopsis con una división tentativa de capítulos. La mayor parte de las escenas está ahí, pero hay muchísima información que no cubro. Eso me permite mucha libertad cuando estoy escribiendo, porque al mismo tiempo estoy tomando muchas decisiones: sobre el tono, sobre el estilo, sobre el diálogo, pero también sobre la historia.
Otra cosa que hago a veces es escribir una sinopsis completa en cuanto tengo una buena idea, y dejarla abandonada por ahí. Luego, cuando la retomo meses o años después, la reviso un poco, pero en general es como si fuera nueva otra vez, y puedo trabajar en ella sin aburrirme.
Conste que no quiero decir que todos los escritores tengan que planificar; eso es una tontería. Cada uno es cada uno y le funciona lo que le funciona. En ocasiones echo de menos simplemente dejarme llevar, pero con el paso de los años he tenido que admitir que si quiero ser productivo en esto no me quedaba otra. Creo que mis historias escaletadas son tan buenas (o tan malas) como las que escribía siguiendo la brújula, pero las termino en la mitad de tiempo. Y lo mejor de todo es eso… que las termino 🙂
Hola,
Pues yo igual. A medida que iba leyendo iba asintiendo con la cabeza. También tengo más historias a medias que acabadas, muchas más. He llegado incluso a cosas como escribir el borrador o las ideas básicas de una historia, meterlo en una bolsa y dejarlo en la estantería para evitar soltar lo que estaba haciendo y comenzar algo nuevo. El poder de la frescura de empezar, el ¡bum! en la cabeza, es adictivo. Pero el proceso creativo es largo. Sobre eso tengo también un artículo que quiero sacar en el blog. ¿ Y cómo va ese artículo? A medias, claro…
Como psicólogo puedo entender este proceso, que además Jaume Vicent describe muy bien en su comentario: vemos la historia completa en nuestra y ya es como si estuviera hecha. Y también sobre eso quisiera escribir algo, pero antes debo terminar otros que están esperando. Que si no, volvemos a lo mismo.
Un saludo.
Hola, Óscar. Gracias por tu comentario. Está claro que nos pasa a todos. Creo que también hay una idea muy arraigada que es un poco perniciosa, y es la de que “escribir es placentero”. Bueno, sí, a veces lo es, pero otras tienes que sacar las palabras de tu cabeza con un martillo. Lo curioso es que, si te pones metas y te haces listas y te propones objetivos, resulta que al final los cumples y que cada vez te resulta más fácil. Un saludo.
¡Estupendo artículo! Me ha encantado. Enhorabuena por decir verdades tan básicas de modo tan convincente. ¡Gracias!
¡Muchas gracias por tu comentario, Adela! Me alegro de que te haya sido útil.
¡Muy buenas, Victor!
Justo leí ayer un artículo muy similar en el blog de Gabriella Campbell, y no puedo estar más de acuerdo con vosotros. En mi caso no he sufrido tanto el no acabar un proyecto porque solo he escrito relatos cortos (las novelas aún están gestándose), pero a veces, cuando pienso en el camino que queda por darlo terminado… Buf, abruma un poco. Además, no creo que sea el proceso de escritura el que se disfruta, que también, sino el hecho de crear. Hay relatos que me estaban poniendo cachondo mientras los planificaba. El que la historia coja forma. Las múltiples posibilidades. Crear a los personajes, buscar su voz y darlos una vida. Todo eso me encanta. Escribir, sin embargo, da más pereza, pero no creo que sea por el hecho de tener algo ya planificado. Una cosa es que tener la historia en la cabeza, otra verla escrita, cogiendo forma. Ahí ya entran en juego el ritmo, la tensión, el suspense; y no creo que toda esa emoción se pierda por saber lo que va a pasar, al menos en mi caso. Lo que me tira para atrás es ver todo lo que queda para que esa historia por fin esta escrita. El querer tenerlo ya listo a pesar de saber que quedan meses. Y el afán de perfección. Imagino que vosotros ya estaréis más curtidos, pero yo tengo dando por terminados relatos, leerlo al cabo de un año, y volver a reescribir partes. Al final nunca están acabados del todo.
Bueno, después de la chapa solo me queda darte las gracias por tremendo artículo y suscribirme 😉
A ver si con el tiempo acabamos más cosas.
¡Un saludaco y nos leemos!
¡Hola Háskoz! Pues muchas gracias a ti también 🙂
Lo mejor del proceso de escritura es sin duda la primera fase, como bien dices: cuando planificas, imaginas escenas y creas situaciones en tu cabeza. Pero claro, eso lo puede hacer cualquiera y está muy bien, pero desde luego no es escribir. Todas las cosas que merecen la pena requieren esfuerzo, qué le vamos a hacer. Por otro lado, creo que por muy curtido que uno esté, siempre queda esa sensación de trabajo inacabado, incluso cuando el relato está ya impreso. Yo podría retocar el mismo libro para siempre (de hecho, tengo una novela con la que llevo haciendo eso durante unos cuantos años).
Qué razón tienes. Me siento taaan identificada. Yo también acumulé historias sin cierre durante muchísimos años de infancia-adolescencia (y posteriores). Hace falta mucha disciplina para acabarlas, aunque sea para dejarlas en el cajón. Me alegra haber superado esa fase hace tiempo. Este año de hecho me he obligado a cerrar muchos proyectos y a no empezar ninguno hasta que lo cumpla. Cuesta porque es verdad que las ideas nuevas son muy llamativas, pero lo voy logrando. 🙂 Saludos.
Hola, Gloria. ¡Igual que yo! Este año es el que me he puesto como objetivo ir cerrando cosas de forma definitiva, porque me suelo quedar en la última fase de revisiones y justo antes del envío a las editoriales. Es un poco frustrante por la cantidad de tiempo de “no escritura” que conlleva, pero creo que es imprescindible para poder avanzar.
Un saludo y gracias por tu comentario.
“Sin embargo, las ideas también son frágiles. Si las manipulamos sin el debido cuidado, se rompen”, es, sencillamente, una reflexión brillante. ¡Qué bueno volver a leerte!. Muy buen artículo lleno de reflexiones útiles. Un abrazo.