La mejor forma de empezar un libro

la mejor forma de empezar un libro

Creo que era M. A. Alonso Pulido el que decía que no debemos olvidar como escritores lo que sabemos como lectores. Uno ha de ser lector antes que escritor, y los buenos lectores suelen saber elegir sus libros. Es inevitable que de vez en cuando alguno salga mal pero, por lo general, con los años aprendemos a filtrar para quedarnos con lo que nos interesa. Es pura supervivencia. Los libros son caros; el tiempo, escaso.

Sospecho que esta capacidad de «elegir bien» es uno de los motivos por los que un buen lector tiene muchas más posibilidades de convertirse en un escritor aceptable.

Pensemos en la forma en la que elegimos los libros. Si descartamos las recomendaciones de los amigos, el nombre del autor, la editorial, la portada y el texto de contraportada, nos quedamos con un elemento que siempre he considerado fundamental.

Las primeras palabras.

 

Los íncipits como carta de presentación

 

Hace tiempo escribí un artículo bastante extenso sobre los íncipit, esas primeras frases que suponen el punto de partida de todo relato o novela. Han pasado más de tres años desde entonces, pero las cosas no han cambiado: a menudo son estas primeras palabras las que me ayudan a diferenciar entre el autor que conoce su trabajo y el escritor diletante.

La lógica bajo la que opero es que, si algo empieza mal, lo más probable es que acabe aún peor.

No es justo, hay que reconocerlo: lo correcto sería leerse hasta la última coma para decidir si una novela es buena. Pero es lo que hay. Al fin y al cabo, las librerías y las bibliotecas están llenas de papel e Internet está empapelado de libros. Nos sobran libros que leer, han sobrado siempre. Lo que falta es tiempo.

Por eso hay que buscar formas para discriminar lo que es bueno de lo que no lo es. Y es un trabajo que los lectores debemos hacer a paletadas, aunque se nos cuele algún diamante entre tanto carbón. Si no, no habría tiempo para leer, que es de lo que va todo esto.

Así pues, los íncipit son una buena forma de separar la paja del grano. No en vano, los editores y los agentes son los primeros que filtran los manuscritos basándose en los principos de las novelas, así que no veo por qué los lectores no deberíamos hacer lo mismo. Como ya he mencionado en alguna ocasión, una primera escena con un sueño del que el protagonista se despierta para, acto seguido, levantarse, mirarse las ojeras en el espejo y lavarse los dientes, es un indicio bastante claro de que el escritor que hay detrás no sabe a dónde va ni lo que quiere. Igual lo descubre tres capítulos más adelante, pero probablemente para entonces yo ya no estaré allí.

El polo opuesto son esos libros que empiezan in media res, en medio de una gran batalla, o con el protagonista colgado de un risco, o con una brutal explosión. De este tipo también los hay a millares y me da la impresión de que, si los unos pecan por defecto, los otros a veces lo hacen por exceso. Empezar así es muy legítimo, pero creo que para generar interés en el lector se necesita complementarlo con algo más. Pues, ¿por qué debería importarme si vive o muere un tipo del que no sé nada y del que nunca he oído hablar?

Quizá en las películas este tipo de trucos tenga más efecto. Aunque creo que tampoco. El exceso de giros de cámara y explosiones me aturde y me entran ganas de salir corriendo de la sala de cine y refugiarme debajo de la cama como un perro en mitad de una mascletá.

 

Cómo debe ser el íncipit ideal

 

Los principios de novela que más me gustan son aquellos que empiezan con una pregunta, porque una pregunta sin respuesta es un cliffhanger instantáneo. No me refiero a una pregunta en sentido literal, conste, sino a un misterio, o a una contradicción, o a un detalle sospechoso.

Voy a acercarme a la estantería para buscar un par de ejemplos de lo que quiero decir. Aquí hay uno:

«Solo era un estanque en la parte de atrás de la granja. No era muy grande. Lettie Hempstock dijo que era un océano, pero yo sabía que eso era una tontería. También dijo que habían venido a través de ese océano desde el viejo mundo.»

Neil Gaiman, El océano al final del camino

En tres frases ya tenemos preguntas para entretenernos durante un buen rato. ¿Cómo un estanque puede ser un océano? ¿Quién es Lettie Hempstock? ¿Y a qué se refiere cuando habla del viejo mundo? En la versión original utiliza las palabras old country, que indican que Lettie está hablando de su país de origen, por lo que se sobreentiende que los Hempstock son emigrantes. Así pues, ¿emigrantes que llegaron a través del estanque? ¿Desde dónde? Todo esto sin olvidar que, si el autor ha decidido abrir la novela con estas líneas, está claro que el estanque es importante. Así que probablemente no sea SOLO un estanque.

Como ves, no hacen falta explosiones, ni acantilados, ni persecuciones de coches. Esto es literatura, no una barraca de feria.

Otro ejemplo que tengo a mano es El traje del muerto, mi novela favorita de Joe Hill, muy por encima de cualquier otra cosa que haya publicado después (parece ser que en desacuerdo con casi todo el mundo, qué le vamos a hacer). El Traje del Muerto empieza simplemente así: «Jude tenía una colección privada». ¿Una colección privada de qué? De objetos raros y truculentos. En el siguiente párrafo nos menciona una serie de cuadros del psicópata Wayne Gacy. Y a partir de ahí, la cosa va in crescendo.

O mira, aquí tengo Trífero de Ray Loriga, que empieza diciendo: «Jamás diré su nombre.» ¿El de quién y por qué?

Supongo que con estos tres ejemplos es más que suficiente. Todos estos autores podrían haber empezado su novela con el protagonista despertándose tras una pesadilla, levantándose de la cama y mirándose al espejo. No me cabe duda de que tanto Saúl Trífero como Jude o el protagonista de El Océano al final del Camino llevan a cabo todas estas tareas de forma rutinaria.

Quizá haya espacio más adelante para escenas de este tipo, pero el principio de una novela desde luego no lo es.

 

Ilustres excepciones

 

Ahora bien, no me cabe duda de que, si nos ponemos a ello con suficiente empeño, también podremos encontrar ejemplos de grandes autores con principios aburridísimos. A Sangre Fría, de Truman Capote, pongamos por caso. El tono resulta plomizo a propósito y el libro empieza con una descripción sobre el pueblo de Holcomb en la que la clave, precisamente, se encuentra en el hecho de que se trata de un lugar corriente y anodino.

¿Por qué Capote no empieza diciéndonos eso de «cuatro disparos sonaron en mitad de la noche»? A mí se me ocurre que el motivo es que estamos leyendo un libro que se llama A sangre fría y que, antes de empezarlo, ya sabemos de qué va. No hay misterio en ese sentido. Empezando la novela de esta forma, quizá el autor pretenda generar tensión a partir de un hecho que sus lectores conocen de antemano. Sabemos que se va a producir un asesinato, pero tendremos que esperar a la segunda página para obtener la primera confirmación del hecho… y bastante más para leer una descripción pormenorizada del acto criminal.

Tomemos como último ejemplo Los misterios de Udolfo de Ann Racliffe, que descansa en uno de los estantes más altos. Veamos:

«En las gratas orillas del Garona, en la provincia de Gascuña, estaba, en 1584, el castillo de monsieur St. Aubert. Desde sus ventanas se veían los paisajes pastorales de Guiena y Gascuña, extendiéndose a lo largo del río, resplandeciente con los bosques lujuriosos, los viñedos y los olivares. Hacia el sur, la visión se recortaba en los majestuosos Pirineos, cuyas cumbres envueltas en nubes, o mostrando siluetas extrañas, se veían, perdiéndose a veces, ocultas por vapores, que en ocasiones brillaban en el reflejo azul…»

Bla, bla, bla, bla. Aquí no hay preguntas ni misterios, solo es pura exposición, descripción sin el menor asomo de acción. Pero me temo que Los misterios de Udolfo está escrito en 1794. Eran otros tiempos y otra forma de hacer literatura, ni mejor ni peor que la que se hace ahora, pero sí distinta. La mayor parte de los lectores no están acostumbrados a los arranques lentos.

Los que se acerquen a este libro —yo mismo— lo harán con placer pero solo después de contextualizarlo; lo empiezo a leer sabiendo que se trata de Radcliffe y que estoy ante un clásico. Me temo que lo que más nos influye a la hora de comprar un libro es el nombre del autor. A Ann Radcliffe, por ser quien es, le voy a dar un voto de confianza, pero Pedro García no va a tener tanta suerte. Es triste, pero me parece que se trata de un fenómeno psicológico irremediable. Así funcionamos los lectores.

 

En conclusión

 

Podemos empezar nuestros libros como nos dé la gana. El autor es soberano en su manuscrito, al menos hasta que el editor o el corrector de textos se meten por medio. Cheever, por ejemplo, se mofaba de la forma en la que otros autores utilizaban los íncipit para enganchar a los lectores. Pero creo que merece la pena reflexionar sobre cómo y dónde empezamos a contar nuestras historias.

Las primeras frases no deben escribirse al azar. Con ellas, el lector va a recibir su primera impresión sobre nuestra prosa. Y ya sabes lo que dicen de las primeras impresiones.

5 comentarios

  1. Hola, Víctor

    Por mi parte estoy un poco harto de que “in media res” sea casi el modo obligado, según Consejos S.A., de iniciar una novela. Ese goteo continuo de consejos te cala como te descuides, y más de una vez me he visto reescribiendo inicios porque no eran los suficiente in media res, incluso aunque me parecieran más acertados como estaban, digamos, a primer cuarto de res.

    El ejemplo que pones de Gaiman es muy bueno. Es que esa novela es muy buena.

    Lo de contextualizar es otra verdad muy grande. Yo soy capaz de aguantar varias páginas de un libro aunque sean sosas (incluso aunque el protagonista se mire en todos los espejos habidos y por haber) si conozco al autor y sé que luego va a pasar algo. A veces me gustaría ser de esas personas que son capaces de leer cualquier párrafo del libro por la mitad, para ver si les gusta. En mi caso, de pensar que me puedo comer algún spoiler, me da un ataque. Así que empiezo desde el principio.

    Un saludo!

    1. Hola, Óscar, gracias por comentar. Los seres humanos funcionamos así, tenemos más paciencia con aquellos a quienes ya conocemos y en los que confiamos, de ahí que aguantemos cosas a ciertos autores que nunca aguantaríamos a desconocidos (con nuestros amigos a veces pasa lo mismo). Por otra parte, a mí no me importa leer un par de párrafos al azar del interior de una novela, lo hago a menudo. Lo que pasa es que creo que es más representativo el principio de un libro que unas frases aisladas y fuera de contexto. Me dice más de los mimbres del autor y del cuidado que le ha puesto a la obra. ¡Un saludo!

  2. Un artículo muy bueno sobre un elemento importante dentro de la narrativa.
    Lo cierto es que los comienzos son una piedra de toque para lo que viene después, para bien o para mal. Es posible que en estos tiempos tan influidos por la narrativa audiovisual se abuse del espectáculo o de los principios “in media res” que cita Óscar; posiblemente se deba a un interés desmedido por atrapar al lector desde la primera palabra, sin darle la posibilidad de “soltar” el libro.
    No obstante, y como tú apuntas, cada libro (y cada género, y cada época) tiene un ritmo propio y una cadencia particular, que es lo que debería marcar el tono narrativo. Hay muchas novelas contemporáneas con tramas seductoras cuyos comienzos son sencillos, o incluso banales: pienso en Lethem, o en Auster, narradores consagrados que se preocupan más por el desarrollo que por atrapar a sus lectores con unas frases espectaculares en los primeros párrafos.
    Creo que lo que importa es que el escritor tenga claro el rumbo que quiere seguir y sepa en todo momento lo que quiere contar (ahí entra la planificación); los detalles como son las primeras frases pueden ser, al fin y a la postre, lo menos interesante.
    Un saludo a todos.

  3. Muy buen artículo y muy instructivo. Yo estoy obsesionada con los incipit. De hecho no soy capaz de escribir porque no encuentro esa frase crucial que pueda llegar a enganchar.

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