Los aficionados a la lectura vivimos sumidos en una auténtica vorágine de novedades, de forma que es imposible estar al día de nuestro subgénero favorito y mucho menos de la literatura a nivel general. Cada nueva novela llega con un estallido de fuegos artificiales, ocupa la mesa de la librería durante dos semanas y luego cae en el más absoluto olvido.
Pero, ¿por qué el mundo editorial funciona de esta manera hoy día? ¿Por qué los best sellers se comen el mercado a bocados y toda novela que no encaje rápidamente en este modelo superventas es sistemáticamente apartada e ignorada para siempre jamás?
Hace poco he leído algo bastante interesante en Paperbacks from Hell de Grady Hendrix, un libro que narra el recorrido de la literatura de terror en el mercado literario estadounidense durante las décadas de los setenta y de los ochenta. Por supuesto, los superventas ya existían durante los años setenta; al fin y al cabo, existen desde que existen los libros. En el género de terror, los que desencadenaron toda esta fiebre por los libros de bolsillo fueron La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Ira Levin, 1967) y El Exorcista (The Exorcist, William Peter Blatty, 1971). Un poco más tarde vendría Tiburón (Jaws, Peter Benchley, 1974) y algunos otros.
Pero a pesar de que había superventas que tiraban de todos los demás, también había muchos libros que vendían razonablemente bien y que estaban escritos por lo que he llamado en alguna ocasión autores de clase media. Los cuales, hoy día y como la clase media en general, se encuentran en serio peligro de extinción. Estos libros alcanzaban cifras «modestas», pero vendían muchas más copias y permanecían durante más tiempo en las librerías que hoy en día.
Sin embargo, a partir de 1979 el panorama en los Estados Unidos cambió, y todo fue gracias a una resolución de un caso del Tribunal Supremo: Thor Power Tool Company vs. Commissioner of Internal Revenue. Si queréis enteraros de lo que implicó el asunto con algo más de detalle, podéis leer este artículo en inglés de la SFWA donde sin duda os lo van a explicar con más pericia que yo.
Lo que nos importa es que, a consecuencia de ello, a las editoriales les empezó a resultar mucho más costoso mantener su stock de novelas publicadas. Esto las obligaba a llevar a cabo tiradas más y más pequeñas para reducir su inventario, que además se apresuraban a destruir antes de que llegara el fin de cada año fiscal para no tener que pagar impuestos extra por el stock no vendido.
Si bien previamente las editoriales ya destruían casi la mitad de su producción (cosa que me enfurece muchísimo, pero que hay que reconocer que pasa con todo: libros, ropa y un montón de cosas más, porque así es como funciona el capitalismo), seguían teniendo sus almacenes llenos de libros que podían continuar vendiendo poco a poco. Pero a partir de la decisión de Thor, el editor ya no podía reducir el precio de estos libros y por lo tanto —además de volverse mucho más difíciles de colocar al precio normal de venta— tenía que pasar a pagar las tasas correspondientes al precio original, el marcado inicialmente. Se asumía que el editor iba a ser capaz de vender todo ese stock extra cuando todos en la industria sabían que era imposible.
Un desastre, vamos.
¿Cuáles fueron las consecuencias? Que para que un libro pudiera considerarse un éxito tenía que vender muchísimos miles de ejemplares y además tenía que hacerlo rápido. Fue a partir de este momento (o al menos eso dice Hendrix en su libro) cuando se empezaron a crear equipos específicos en las editoriales para este propósito, escritores de blurbs (esas loas un poco vergonzantes que ahora acompañan a cualquier superventas) y portadistas que utilizaban todos los trucos a su alcance para atrapar la atención del lector mayoritario.
Pero en el artículo de la SFWA indican otra consecuencia todavía más interesante. Después de la sentencia, para que el editor pudiera seguir con su negocio ¡necesitaba publicar el doble!
Es lógico. Ya no solo tiene que sacar la novela que pensaba publicar de todas formas, también otra que supla las ventas de ese stock de libros que ya no posee. Dos libros en vez de uno, en tiradas más pequeñas que, en cualquier caso, serán convertidos en pulpa y sacados de circulación antes de que termine el año fiscal. Y por este motivo, el escritor recibe adelantos más bajos y tiene que escribir más para poder ganar el mismo dinero.
Desconozco cuál es la historia equivalente que explique por qué hoy en España vivimos sumidos en un fenómeno similar. Sé que nosotros tenemos un precio fijo protegido para el libro y que se pueden hacer saldos y que también quemamos libros a punta-pala, y no tengo claro hasta qué punto la sentencia de Thor del año 79 se puede aplicar a nuestras circunstancias actuales. No me cabe duda de que el fenómeno es policausal, pero al mismo tiempo sospecho que una de las varias razones por las que nuestro panorama literario es tan similar al americano se debe a este contagio constante que los mercados europeos sufren cuando el mercado anglosajón modifica su modus operandi.
Si quieres saber cómo es posible (o sostenible) estar cambiando los libros del escaparate prácticamente todas las semanas, puedes leer este artículo que escribí hace un tiempo sobre el tema de las devoluciones en el mundo editorial.
Además, a partir del surgimiento del libro electrónico, y de Amazon en general, nos estamos enfrentando a otro tipo de problemas. Ahora lo que tenemos es un stock perpetuo. Antes los libros entraban y salían de circulación. Ahora, con los mega-almacenes de Amazon y de sus librerías distribuidoras, y con el libro electrónico, que tiene un recorrido de ventas potencialmente infinito, el mercado se está híper-saturando por partida doble.
¿La consecuencia? Que a medida que el número de lectores se reduce de forma constante desde 2006 en todo el mundo desarrollado debido a la introducción de nuevos medios de entretenimiento audiovisual (a nivel de dispositivos tenemos los smartphones y las tablets, a nivel de productos tenemos las series de televisión a través de plataformas online como Amazon y Netflix, los webcómics, etcétera) el número de publicaciones no deja de aumentar.
Solemos resumir esta situación diciendo que «hay más escritores que lectores», pero esto es una exageración absurda. Lo que hay es menos lectores, esto es innegable, pero también una concentración de sus lecturas en torno a un puñado de libros superventas que se llevan todo el pastel en la ficción y una serie de géneros de no ficción que son los que sostienen mayoritariamente la industria editorial hoy día, nos guste o no: particularmente auto-ayuda, libros de cocina y recetas y manuales técnicos, académicos y científicos, incluyendo libros de texto.
Este es un tema fascinante, que si queréis podemos abordar con más detalle en un futuro artículo. Pero de momento, os dejo con unas cuantas preguntas para las que yo no acabo de encontrar respuesta:
¿Es la actual oferta masiva de libros buena o mala? ¿Y para quién lo es? ¿Beneficia al lector, que lo tiene todo a su alcance, o le perjudica porque la sobreoferta aturde? ¿Beneficia al escritor, que puede ver su libro publicado con mucha más facilidad o le perjudica este exceso de oferta y la enorme competencia? ¿Y a las editoriales y a la industria en general? ¿Les parece a ellos un modelo sostenible a largo plazo?
Si queréis, podemos hablar más largo y tendido de estas y otras cuestiones en los comentarios de esta entrada. ¡Un abrazo a todos y feliz semana!
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Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
Muy acertado como siempre, Víctor. Lo que comentas es lo que en marketing se llama el Principio de Pareto, que asegura que el 20% de la población ostenta el 80% de algo. En marketing digital, se sigue utilizando con la regla de Twitter de 80/20… Y en literatura —es algo que llevo diciendo en mis artículos desde hace tiempo— el 20% de los autores está pagando el 80% de las ediciones.
Me resulta curioso esto, pues el Manifiesto Cluetrain se basaba en que la era digital terminaría con este principio, que ya no habría un 20% de productos mainstream que sostendrían los beneficios de editoriales, canales de TV y productoras, sino que habría una explosión de autores, libros, programas y películas de nicho que cubrirían los gastos y aportarían grandes beneficios… Es verdad que todo se ha especializado con los nichos —por aquello de que “hay gente pa’tó”—, pero los beneficios los siguen produciendo los grandes… Y los grandes son pocos.
En fin… Muy interesante, como siempre… qué te voy a decir yo 😛
Pues sí. Además, hace poco hice la prueba y el principio de Pareto se cumple rigurosamente en mis estanterías. Y eso que hace bastante tiempo que, de forma consciente, trato de diversificar mucho más (lo que pasa es que ahora leo muchísimo en digital y claro, no se nota en las baldas de mi biblioteca).
En cuanto a lo segundo, creo que la respuesta vuelve a ser la dichosa imagen de marca. Los cuatro de siempre la tienen, y el resto no. Si una persona lee doce libros al año o menos, siempre va a recurrir a las marcas famosas que no dan sorpresas (Stephen King en el terror, por ejemplo; aunque eso de que no da sorpresas…) porque no está dispuesto a gastarse el dinero y arriesgarse con un libro de un autor que no conoce. Eso genera una desproporción ridícula.
Y además, con los libros que se convierten en best sellers se forma una bola de nieve que echa a rodar por el boca-oreja o por lo que sea. Las ventas atraen las ventas y llegan un punto en el que un libro sigue funcionando solo. Mira “Patria” y la cantidad absurda de libros que lleva vendidos.