Alusiones clásicas en una novela, ¿necesarias o prescindibles?

Alusiones clásicas en una novela

Los que disfrutamos con la lectura nos hemos enfrentado muchas veces a novelas escritas en otras épocas. No solo clásicos, por supuesto, también otro tipo de obras. Las novelas de antaño son un reflejo de su tiempo; tienen otro lenguaje, otros códigos y estructuras. Ya discutimos en esta web sobre la pertinencia de utilizar o no referencias culturales a la hora de escribir una novela y el riesgo de que el lector del futuro no fuera capaz de interpretarlas (en su momento mencioné Twitter, Google y WhatsApp, y parece que siguen teniendo vigencia cuatro años después).

Hoy quiero hablar de algo parecido pero distinto, y por eso he replicado el título y formato de aquella vieja entrada del blog: se trata de las «alusiones», particularmente de aquellas relacionadas con la mitología grecorromana.

Las alusiones a Hermes, a Helios y Dafne, como es el caso de la Coca-cola y YouTube, también están vinculadas a un contexto cultural. La diferencia es que, en este caso, es mucho más amplio y además no se halla adscrito a un momento en el tiempo, sino que apela a un supuesto conocimiento universal en el mundo occidental: algo que puede entender de inmediato un alemán, un francés, un español, un cubano, un argentino o un canadiense (si bien no necesariamente alguien de China, Japón o Corea).

Valga como ejemplo este fragmento de Hamlet (Acto 3, escena 4):

«Veis aquí presentes, en esta y esta pintura, los retratos de dos hermanos. ¡Ved cuanta gracia residía en aquel semblante! Los cabellos de Helios, la frente como la del mismo Júpiter; su vista imperiosa y amenazadora, como la de Marte; su gentileza, semejante a la del mensajero, Mercurio, cuando aparece sobre una montaña cuya cima llega a los cielos».

Aunque muchas alusiones pertenecen a la religión grecorromana, también las hay relativas al Cristianismo, a obras literarias o, en definitiva, a aspectos comunes del acervo cultural occidental. Estas referencias se utilizan para completar el significado del texto, para redondearlo y añadir matices e interpretaciones. Asimismo, si bien algunas de ellas son intencionalmente oscuras, la mayoría apelan a un lenguaje artístico común, que todos los lectores —los lectores cultivados, se entiende, aquellos a los que estaban dirigidos estos textos— comprenden y son capaces de descifrar.

Alusiones clásicas: el fin de un código común con siglos de historia

«Nuestro trabajo no es para el bien versado, el teólogo o el filósofo, sino para el lector de literatura inglesa, de cualquier sexo, que desea comprender las alusiones que tan frecuentemente utilizan los oradores, académicos, ensayistas y poetas, y aquellos que tienen lugar en conversaciones cultivadas».

Este fragmento de arriba aparece en uno de los prefacios de La era de las fábulas de Thomas Bulfinch, uno de los libros que menciono en Coda (relato que acompaña a la publicación de Lengua de pájaros). Sirve para ilustrar perfectamente el hecho de que las alusiones a motivos clásicos formaban parte indisociable de la producción cultural durante la segunda mitad del siglo XIX y que por parte del público existía la preocupación y la necesidad de comprenderlas.

Ese lenguaje, por desgracia, se está perdiendo o ya se ha perdido.

De hecho, los editores tienden a recortar estas referencias para no alienar a los lectores, un punto que comprendo y en ciertos casos comparto.

Aun así, crecí leyendo cosas que no comprendía por completo, referencias que no me decían nada y alusiones que se me escapaban. Comprobé que a menudo el texto se podía entender perfectamente a pesar de ello. Otras veces el contexto te daba la respuesta. Y, en otras ocasiones, cuando tenía ganas, sacaba la enciclopedia o preguntaba a mis padres, o tomaba nota para buscarlo más adelante.

Este código que todos los españoles se supone que deberíamos conocer (por haber nacido en Occidente y haber tenido una educación obligatoria de calidad en Humanidades) no es el único ni está adscrito de forma exclusiva a la literatura; existen otros «lenguajes» más locales, principalmente los anglosajones, que era a lo que estábamos —y seguimos estando— más expuestos (y aquí aludo de nuevo a las referencias culturales con las que iniciaba este artículo).

Este lenguaje compartido de alusiones es como cualquier otro; la familiaridad y la repetición ayudan al aprendizaje. Resulta que el «shock cultural» deja de ser un shock cuando uno se ha ido acostumbrando a enfrentarse a contenidos nuevos, ya sean anglosajones, coreanos, japoneses, mexicanos o rumanos. Quién lo diría.

Así es como aprendí un montón de cosas, quizá inútiles en lo individual, pero que conformaron un todo de referencias (presidentes yanquis, eventos mundiales, deportistas, músicos, poetas y escritores, localizaciones lejanas, gastronomía local, bromas y particularidades culturales) muy valiosas en su conjunto.

¿El inicio de un nuevo código común?

Sea como sea, los escritores nos hemos quedado sin la riqueza que nos proporciona ese segundo lenguaje común que ya hemos dejado de compartir o saber interpretar. Ya no se puede dar por sentado que el lector captará una referencia a Ceto, a Diana o a Prometeo.

Sin embargo, la «alta literatura» a menudo sigue utilizándolo hoy día, aunque el público capaz de interpretarlo cada vez sea más reducido. Quizá esto no les parece importante, pues los lectores se reducen quizá en una proporción similar, pero a veces me pregunto si ese lenguaje no debería modificarse. Después de todo, el contexto cultural ha cambiado, y por tanto las alusiones deberían cambiar con él.

Quizá el lenguaje hoy universal sea el protagonizado por los personajes de Marvel y Star Wars, que vienen a suplir los antiguos arquetipos (el talón de Aquiles se transforma en la debilidad de Superman por la kriptonita, por poner un ejemplo un tanto banal). Son los nuevos mitos construidos sobre la ceniza de los viejos; ficciones para un nuevo milenio. Lo que hasta hace poco solo se entendía en un contexto acotado, gracias a la globalización hoy es perfectamente interpretable por amplios conjuntos de población, ya no solo occidental, sino mundial.

Yo mismo lo he hecho en ciertas ocasiones, y el efecto que crean estos textos me parece interesante, pero no siempre estéticamente agradable. Quizá peque de elitista, pero también me da la impresión de que se trata de un lenguaje algo más limitado, más confuso y menos transferible.

En cualquier caso, resulta dudoso que la pervivencia de estos mitos contemporáneos —o su vigencia, más bien— se transfiera a las próximas generaciones. Vivimos en una época de cambios vertiginosos y es muy difícil saber con certeza si algo acabará imponiéndose frente al peso de la historia, o si lo nuevo no pasará a ser viejo en este perpetuo ambiente cultural acelerado.

2 comentarios

  1. ¡Qué artículo tan interesante! En lo personal, supongo que la historia manda… y si necesita, orgánicamente, aludir a Sancho, a Flastaff o a Antígona, pues se jode todo lo demás. Ya habrá tiempo de deslizar un par de frases para hablar del sentido de la alusión, o lo que sea, pero privarnos de las alusiones… es que es privarnos de la transmisión cultural, no?

    Igual, leyendo esta entrada, me acordé de una serie estupenda de artículos, en los que un grupo de periodistas deportivos defendían la idea de que el deporte como espectáculo global nos cuenta las mismas historias que en su día contó la religión, o el cine, o la literatura y el cómic: historias míticas. Y compararon a un grupo de futbolistas y entrenadores con sus “pares” del cómic, de manera genial, mostrando que Prometeo, el Dr. Jeckyll, Hulk y Marcelo Bielsa refieren al mismo arquetipo: al héroe que paga un precio terrible por alcanzar el conocimiento. O que la historia de un niño inmaduro, que tiene demasiados poderes y los usa para ocultarse tras ellos, porque no sabe vivir como un adulto, es la historia de Tony Stark… pero también la de Mario Balotelli.

    Al final, los mitos, los arquetipos, siempre están ahí; nada más van cambiando de rostro.

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