¿De dónde vienen los personajes tipo? ¿Por qué es tan difícil resistirse a ellos cuando escribimos una obra de ficción? Rastrear su origen es un ejercicio fascinante, un proceso de deconstrucción literaria, una investigación histórica y antropológica sobre cómo otras artes, ciencias, o incluso algunas paraciencias han dado lugar a estereotipos que cientos de años después asumimos sin demasiadas reticencias.
Los personajes no son personas, a pesar de que algunos escritores insistan en considerarlos como tales. Por el contrario, un personaje es la ilusión de una persona. Es como una marioneta; está fabricado de tela, madera y cartón. Los hilos con los que se manipula siempre están a la vista. Si el artista es bueno, sin embargo, el espectador se olvida de todo lo demás: de los hilos, de la felpa y, sobre todo, del propio marionetista. Mientras dure la función, el títere estará vivo.
Los personajes de una obra de ficción son, en definitiva, simplificaciones más o menos estandarizadas de personas de carne y hueso. Son la reducción mínima de una persona, la representación de características suficientes de modo que pueda reconstruirse de forma creíble. Nuestros pequeños homúnculos imaginarios.
Es en esta simplificación necesaria donde tienen su origen los temidos estereotipos (o, si queremos ser algo más correctos, los «personajes tipo»). Por ese motivo aparecen de forma recurrente una y otra vez. El detective fracasado y alcohólico de la novela negra, el científico loco de la literatura de terror, la femme fatale, el rebelde sin causa, el friki granujiento con problemas sociales… Todos ellos son plantillas de personajes, atajos más o menos burdos hacia la imaginación del receptor. Acostumbrado al truco, el lector rellenará de forma inconsciente los espacios que el escritor no haya podido o querido cubrir a lo largo de la narración.
Los estereotipos nadan siempre en la misma dirección. En cambio, las personas reales son complejas y muchas veces manifiestan emociones contradictorias.
Son como los clichés. Y, del mismo modo que los clichés, pululan a sus anchas por la literatura de género, pues los estereotipos, las fórmulas y las convenciones son elementos que suelen ir de la mano. Forman parte intrínseca de la definición de «género», y en buena parte esto es así porque sirven para cumplir las expectativas del lector que busca el libro en la estantería correspondiente.
En el fondo, los personajes tipo son fruto de la pereza del escritor, una comodidad más. Pero, por otro lado, también son la sombra de arquetipos poderosos anclados en nuestro subconsciente y que hunden sus raíces en las historias más antiguas que existen, los mitos, las leyendas y las tradiciones populares.
Cada estereotipo tiene su historia, por supuesto. Tarzán, Mowgli, Pocahontas, Atreyu y los Neytiri son personajes que tienen su origen en el mito del «buen salvaje», por ejemplo, y han derivado en estereotipos nuevos, como el magical negro o incluso el magical latino. Otros provienen de las representaciones teatrales del mundo griego y romano o de la Commedia dell’Arte. También hay estereotipos muy recientes: La Manic Pixie Dream Girl es una invención moderna que quizá está relacionada de algún modo con las nuevas perspectivas de género o con sus malinterpretaciones.
Sin embargo, la idea para escribir sobre esta cuestión acudió a mí tras leer sobre William H. Sheldon y los somatotipos masculinos. Sheldon fue un psicólogo que durante los años cuarenta desarrolló una hipótesis para clasificar a todos los hombres (solo hombres, no mujeres) en tres «formas básicas»: Endomórfico, mesomórfico y ectomórfico. Cada una de estas formas corporales se correspondería con una serie de rasgos de personalidad:
El endomórfico es el hombre gordito y fofo, y su personalidad corresponde a la de alguien bonachón, sociable, relajado, tolerante y moderado.
El mesomórfico tiene un aspecto maduro, erguido y musculoso. Es el típico líder, dominador, aventurero, competitivo y valiente.
El ectomórfico es delgado, delicado y de apariencia juvenil. Está relacionado con las personas introvertidas y con problemas de sociabilidad, artísticas o intelectuales.
A nivel literario, la hipótesis de los somatotipos no es más que una forma de hacer una descripción etopéyica a partir de una descripción prosopográfica, un modo de poner en práctica eso de: «muestra, no cuentes». A primera vista funciona, sí. Asociamos al gordito con una vida relajada, al tipo musculoso con el clásico héroe de acción o el alpinista experimentado, y al delgaducho asocial con el genio detective o el hacker informático. Pero después de pensarlo un poco, me he dado cuenta de que los dichosos somatotipos se han convertido en una fórmula constante en la ficción que consumimos a todas horas.
Evidentemente nuestro cuerpo dice muchas cosas de nosotros. Sin embargo, hay una gran diferencia entre sugerir y forzar. El estereotipo cae con mucha frecuencia en la caricatura, y entonces la ilusión se desvanece. El personaje se transforma en marioneta; asoman las costuras y el lector se vuelve de pronto consciente de que detrás de esa historia hay un escritor. La magia se ha terminado y Pinocho vuelve a ser un muñeco de madera.
Para los escritores resulta muy difícil escapar de la influencia de los personajes tipo. La tendencia hoy en día es intentar dar la vuelta al estereotipo, y por eso la ficción se ha poblado de antihéroes y jovencitas deslenguadas. Eso está muy bien, pero no hay que olvidar que, en el fondo, los escritores seguimos jugando al mismo juego de siempre, utilizando las mismas reglas. Dar una vuelta a un estereotipo quizá vuelve a tu personaje algo más interesante (aunque como ocurre con todo, también se está abusando de la inversión del cliché), pero hay que tenerlo claro: Eso, por sí solo, no lo hace más realista.
No creo que se pueda huir del todo de los personajes tipo (los de tu novela, inevitablemente caerán en el rango de uno o en el de otro), pero sí se pueden evitar sus efectos más perniciosos si tratamos de crear personajes complejos utilizando la realidad como modelo.
Quizá los estereotipos deberían ser como el «tema» de una obra. Deberían salir a la luz cuando el libro se termina, no ser como figuras troqueladas que el escritor recorta de una novela para pegarlos directamente en la siguiente.
Escritor de ficción especulativa, slipstream y novela negra. Bloguero inquieto (e inquietante) también se dedica a la traducción y realiza informes editoriales. Le gusta desmontar historias para ver cómo funcionan por dentro, aunque luego no sepa armarlas de nuevo. Autor de Lengua de pájaros, Duramadre y Fantasmas de verde jade (todas con Obscura Editorial).
Asociar el físico de la gente con su carácter es algo que se hace desde hace siglos. Somos muy dados a los prejuicios y, de vez en cuando, estos se cumplen.
Tu artículo me ha recordado algunas de las pseudo-disciplinas que estudié en Historia de la Psicología, como la fisiognomía (centrada en estudiar la correlación de las características faciales con la personalidad de los individuos).
Lo he disfrutado, sobre todo por la nostalgia que me ha causado volver a ahondar en estas cuestiones; pero sobre todo aplaudo tu apunte final. Subvertir los estereotipos está muy bien, pero si todos nos esforzamos en crear personajes que sean exactamente lo opuesto a lo esperado… ¿no se harán predecibles también?
Gracias, Oliver. Juzgar a las personas por su físico es muy frecuente y es lógico que se traslade a la ficción. Ni siquiera la hipótesis de Sheldon es completamente novedosa. Antes existía lo de los “cuatro humores”, por ejemplo, y creo que la cosa se remonta hasta Aristóteles. Lo curioso es que se adopte casi como estándar, y que muchas veces no seamos conscientes. A mí me sorprendió sobre todo el ectomórfico. Los otros dos pueden estar más relacionados con hábitos de vida o comportamientos, pero ¿por qué el trabajo intelectual o artístico solo se asocia al ectomórfico y no al endomórfico, por ejemplo?
Lo de la subversión del estereotipo es la respuesta comodín de los escritores cuando les preguntan en una entrevista acerca de sus personajes. Es que no falla 🙂