El efecto Kuleshov y su función en la escritura

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Hace poco terminé Filmish de Edward Ross, un recorrido por el cine narrado en forma de novela gráfica. Este sigue la estela del fabuloso Cómo se hace un cómic de Scott McCloud (del que por cierto ya hablé aquí, con la excusa de tratar la importancia del cerrado en la narrativa). El libro me ha parecido entretenido, aunque es muy inferior a la obra de McCloud, principalmente porque desaprovecha el lenguaje con el que está trabajando —el cómic— y por tanto parece más una sucesión de imágenes acompañadas de citas de ensayos académicos que una novela gráfica en sí.

Sea como sea, Filmish dedica un par de páginas a hablar del efecto Kuleshov, un experimento con el que todo aquel mínimamente versado en la cinematografía está familiarizado. Después de terminar Filmish he estado hojeando el libro sobre narrativa Into the Woods, de John Yorke, y me sorprendió encontrar también un capítulo dedicado a Kuleshov. Aunque Yorke trata el asunto de forma sublime, el tema me ha parecido lo bastante interesante para tratar de aportar mi granito de arena con este artículo.

¿Qué es eso del efecto Kuleshov?

Kuleshov era un cineasta ruso de principios del siglo XX que preparó un ejercicio muy sencillo pero con implicaciones muy importantes para el medio. Utilizando la magia del montaje, combinó el mismo fragmento con diferentes escenas.

Este es el video en cuestión:

El contraste producía una reacción curiosa en el espectador. Aunque la expresión en el rostro del hombre era idéntica en cada uno de los casos, el espectador percibía emociones diferentes dependiendo del contexto; es decir, de la escena de la que era precedida. El público interpreta hambre, tristeza o deseo en el rostro del hombre porque nuestro cerebro también procesa el contexto de la escena y la yuxtaposición entre ambas imágenes las vuelve indisociables.

El efecto Kuleshov es de vital importancia en el cine porque demuestra el poder que tiene la edición de video y, por tanto, la fase de montaje y pos-producción, que es donde las películas cobran vida (podríamos establecer un paralelismo bastante claro entre el montaje cinematográfico y la fase de revisión de una novela). Al mismo tiempo, demuestra que los actores son importantes, pero que parte del resultado de una actuación puede ser atribuido a un buen trabajo de montaje y, a menudo, al ojo del director.

Pero para cualquier narrador de historias, y en particular para el novelista, el efecto Kuleshov esconde un significado aún más importante. Se resume en una expresión que ya has oído mil veces: «Show, don’t tell» (Muestra, no cuentes).

Esta sentencia tiene su origen en otro artista ruso, en este caso en el dramaturgo Anton Chekhov. En una carta a su hermano, Chekhov escribió lo siguiente:

«Cuando se describe la naturaleza uno ha de centrarse en los pequeños detalles, agrupándolos de forma que cuando el lector cierre los ojos vea una imagen. Por ejemplo, podrás transmitir la imagen de una noche de luna si escribes que en la presa del molino un fragmento de cristal de botella brilla como una pequeña estrella y que la negra sombra de un perro o de un lobo pasa junto a él a toda velocidad.»

El guionista se encuentra este problema cuando intenta explicar emociones y acciones mediante el recurso «fácil» del diálogo, en tanto el novelista suele fallar cuando explica al lector emociones y acciones simples mediante las descripciones. Al contrario que el cineasta, el novelista no trabaja con imágenes en movimiento, sino con palabras. Sin embargo, estas palabras están orientadas a estimular la imaginación y producir imágenes mentales, y por lo tanto algunos principios son transferibles entre ambas artes.

Volvamos a Kuleshov y a su experimento. John Yorke utiliza este ejemplo para hablar de la importancia de la yuxtaposición entre elementos opuestos, que considera la base del drama, su pieza de construcción básica («cuando dos opuestos se confrontan de la forma adecuada, se produce una explosión y la historia cobra vida»). Como he comentado en otras ocasiones, siempre he pensado que la macroestructura narrativa tiene sus ecos en la microestructura y viceversa. La contraposición de elementos antagónicos no solo funciona a nivel de historia, sino también a nivel de escena y a nivel de frase. Por ejemplo, las mejores metáforas y símiles a menudo surgen también de la yuxtaposición de dos elementos opuestos o al menos alejados entre sí.

Sin embargo, el efecto Kuleshov nos está transmitiendo una lección quizá todavía más importante, algo que Yorke también explicita, pero que quizá no enfatiza tanto: el hecho de que, en las buenas historias, el espectador necesita adoptar un papel activo en la interpretación de la historia.

El buen novelista sugiere, no fuerza al lector a adoptar su posición y su punto de vista. Cuando hace esto último, la relación entre ambos está abocada al fracaso. Cuando el escritor le dice al lector que tal o cual personaje es inteligente en vez de demostrarlo, el lector se revuelve contra esta noción, especialmente cuando los hechos no confirman lo expresado. Cuando le dice que un personaje es alto, o que es gordo, el detalle se pierde en la nada por irrelevante. Sin embargo, cuando se sugieren estas cosas, cuando el lector infiere la información por sí mismo, la relación entre escritor y lector funciona y el proceso comunicativo entre ambos mejora.

El lector, como el espectador, quiere contribuir y poner de su parte, aunque sea de forma inconsciente, y por eso creo que la ambigüedad es una característica que los novelistas deberían de cuidar casi tanto como la precisión.

Como siempre, es necesario hacer una llamada de atención antes de concluir. No todo puede ser inferido y a veces es más interesante recurrir a la economía del lenguaje y explicitar en lugar de sugerir. La escena, el ritmo y el contexto deben dar al novelista las claves para decidir cuándo resulta más adecuado adoptar un enfoque u otro.

Es decir, que en esto, como en todo lo demás, hay que buscar el equilibrio.

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